LUZBY BERNAL

jueves, 16 de septiembre de 2010

AGUA AZUL .-JOSE SARAMAGO

Agua azul

       
       

Altos secretos dentro del agua se esconden
El reverso de la carne, cuerpo aún.
Como un puño cerrado o un bastón,
Abro el líquido azul, la espuma blanca,
Y por fondos de arena y madreperlas,
Bajo el velo sobre los ojos asombrados.

(En la medida del gesto, la anchura del mar
Y el nácar del suspiro que se enrosca.)

Viene la ola de lejos, y fue un espasmo,
Viene el salto en la piedra, otro grito:
Después el agua azul descubre las millas,
Mientras un largo y largo y blanco pez
Baja al fondo del mar donde nacen as islas.



De: José Saramago
Poesía completa
Traducción de Ángel Campos Pámpano

***

Recordamos al gran escritor, al premio Nobel, al narrador filósofo, al lúcido observador, con fragmentos de dos de sus novelas. Hoy ha muerto José Saramago. Hoy, como ayer y mañana, lo leeremos.

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La puerta se abrió otra vez, ahora entró un hombre de mediana edad, alto, circunspecto, de rostro largo y picudo, y una muchacha de unos veinte años, si los tiene, flaca, aunque más exacto sería decir delgada, se dirigen hacia la mesa frontera a la de Ricardo Reis, de súbito le resultó evidente que la mesa estaba a su espera, como un objeto espera la mano que frecuentemente lo busca y sirve, serán huéspedes habituales, tal vez los dueños del hotel, es interesante comprobar cómo olvidamos que los hoteles tienen dueño, séanlo éstos o no, atravesaron la sala con paso tranquilo como si estuvieran en su propia casa, son cosas que se notan cuando se mira con atención. La muchacha queda de perfil, el hombre está de espaldas, hablan en voz baja, pero el tono de ella subió cuando dijo, No, padre, me encuentro bien, son, pues, padre e hija, conjunción poco habitual en hoteles, en estos tiempos. El camarero se acercó a servirles, sobrio pero familiar de modos, después se apartó, ahora la sala está silenciosa, ni los chiquillos alzan la voz, caso extraño, Ricardo Reis no recuerda haberles oído hablar, o son mudos o tienen los labios pegados, presos por grapas invisibles, idea absurda, pues están comiendo. La joven delgada acabó la sopa, deja la cuchara, su mano derecha acaricia, como si fuera un animalito doméstico, a la mano izquierda que descansa en el regazo. Entonces Ricardo Reis, sorprendido por su propio descubrimiento, repara en que desde el principio aquella mano estuvo inmóvil, recuerda que sólo la derecha desdobló la servilleta, y ahora coge la izquierda y la posa sobre la mesa, con mucho cuidado, cristal fragilísimo, y allí la deja estar, junto al plato, asistiendo a la comida, con los largos dedos extendidos, pálidos, ausentes. Ricardo Reis siente un estremecimiento, es él quien lo siente, nadie lo está sintiendo por él, por fuera y por dentro de la piel se estremece, y mira fascinado la mano paralizada y ciega que no sabe adónde ir si no la llevan, aquí a tomar el sol, aquí a oír la conversación, aquí para que te vea ese señor doctor que vino de Brasil, manecita dos veces izquierda, por estar de ese lado y por ser manca, inhábil, inerte, mano muerta mano muerta que no llamarás en aquella puerta. Ricardo Reis observa que los platos de la chica vienen ya preparados de la cocina, limpio de espinas el pescado, cortada la carne, pelada y abierta la fruta, está claro que padre e hija son huéspedes conocidos, habituales de la casa, tal vez vivan en el hotel. Llegó el fin de la comida y aún se demora un momento, dando tiempo, qué tiempo y para qué, al fin se levantó, aparta la silla, y el ruido, acaso excesivo, hizo que la muchacha volviera el rostro, de frente tiene más de los veinte años que antes aparentaba, pero luego el perfil la devuelve a la adolescencia, el cuello alto y frágil, el mentón fino, toda la línea inestable del cuerpo, insegura, inacabada. Ricardo Reis sale del comedor, se acerca a la puerta de los monogramas, allí tiene que cambiar un saludo con el hombre gordo, que también salía, Usted primero, De ningún modo, no faltaba más, al fin pasa el gordo, Gracias, muchas gracias, notable manera esta de decir, no faltaba más, si tomáramos todas las palabras al pie de la letra tendría que pasar primero Ricardo Reis, porque es innumerables yoes, según su propia manera de entenderse.
El gerente Salvador tiende ya la llave de la doscientos uno, hace un ademán solícito de entrega, pero luego retrae sutilmente el gesto, tal vez el cliente quiera salir al descubrimiento de la Lisboa nocturna y sus placeres secretos, después de tantos años en Brasil y tantos días de travesía oceánica, aunque la noche invernal haga más apetitoso el sosiego de la sala de estar, aquí al lado, con sus profundos y altos sillones de cuero, la araña central, preciosa con sus pinjantes, el gran espejo en el que cabe toda la sala, que en él se duplica, en otra dimensión que no es el simple reflejo de las comunes y sabidas dimensiones que con él se confrontan, anchura, longitud, altura, porque no están allí una por una, identificables, pero sí fundidas en una dimensión única, como fantasma inaprehensible de un plano simultáneamente remoto y próximo, si en tal explicación no hay una contradicción que la conciencia sólo por pereza desdeña, aquí se está contemplando Ricardo Reis, en el fondo del espejo, uno de los innumerables que es, pero todos fatigados, Voy arriba, estoy cansado del viaje, fueron dos semanas de mal tiempo, si hubiera por ahí unos diarios de hoy, para ponerme al día con la patria mientras me voy quedando dormido, Aquí los tiene, señor doctor, y en este momento aparecieron la muchacha de la mano paralizada y su padre, pasaron a la sala de estar, él delante, ella detrás a un paso de distancia, la llave ya estaba en manos de Ricardo Reis, y los periódicos de color ceniza, ajados, una racha de viento hizo golpear la puerta que da a la calle, allá en el fondo de la escalera, el timbre zumbó, no es nadie, sólo el temporal que se recrudece, de esta noche no vendrá nada más que se aproveche, lluvia, vendaval en tierra y en el mar, soledad.
El sofá de la habitación es confortable, los muelles, de tantos cuerpos como se sentaron en ellos, se humanizaron, hacen un hueco suave, y la luz de la lámpara sobre el escritorio ilumina el periódico desde un buen ángulo, esto no parece un hotel, es como estar en casa, en el seno de la familia, del hogar que no tengo, quién sabe si lo tendré algún día, éstas son las noticias de mi tierra natal, y dicen, El jefe de Estado inaugura la exposición de homenaje a Mousinho de Albuquerque en la Agencia General de Colonias, no se pueden dispensar las imperiales conmemoraciones ni olvidar las figuras imperiales, Hay grandes recelos en Golegã, no recuerdo dónde queda, Ah, sí, en Ribatejo, si las crecidas destruyen el dique de los Veinte, curioso nombre, de qué le vendrá, veremos repetida la catástrofe de mil ochocientos noventa y cinco, noventa y cinco, tenía yo ocho años, es lógico que no me acuerde, La mujer más alta del mundo se llama Elsa Droyon y mide dos metros cincuenta de altura, a ésta no la cubre la crecida, y la chica, cómo se llamará, aquella mano paralítica, blanda, debió de ser de enfermedad, o un accidente, Quinto concurso de belleza infantil, media página de retratos de chiquillos, desnudos del todo, al aire los plieguecitos de las carnes, alimentados con harina lacto-búlgara, algunos de estos bebés se convertirán en criminales, golfos y prostitutas por haber sido expuestos así, en su tierna edad, a las groseras miradas del vulgo que no respeta inocencias, Prosiguen las operaciones en Etiopía, y de Brasil qué noticias tenemos, sin novedad, todo acabado, Avance general de las tropas italianas, no hay fuerza humana capaz de detener al soldado italiano en su heroico avance, qué haría, qué hará contra él la espingarda abisinia, la pobre lanza, el mísero alfanje, El abogado de la famosa atleta anunció que su cliente se sometió a una importante operación para cambiar de sexo, dentro de pocos días será un hombre auténtico, como de nacimiento, pues que no se olviden de cambiarle también el nombre, qué nombre, Bocage ante el Tribunal del Santo Oficio, cuadro del pintor Fernando Santos, bellas artes que por aquí se hacen, En el Coliseu está la Última Maravilla con la trepidante y escultural Vanise Meireles, estrella brasileña, tiene gracia, en Brasil nunca oí hablar de ella, será culpa mía, aquí a tres escudos la general, butaca a partir de cinco, en dos sesiones, matinée los domingos, En el Politeama ponen Las Cruzadas, asombrosa película histórica, En Port-Said desembarcaron numerosos contingentes ingleses, cada época tiene sus cruzadas, éstas son las de hoy, y dice que seguirán hacia la frontera de la Libia italiana, Lista de portugueses fallecidos en Brasil en la primera quincena de diciembre, por el nombre no conozco a nadie, no tengo que ponerme triste, no necesito ponerme luto, pero realmente mueren muchos portugueses allá, Comidas de beneficencia a los pobres aquí, a lo largo del país, cena especial en los asilos, qué bien tratan en Portugal a los macrobios, qué bien tratada la infancia desvalida, florecillas de las calles, y esta noticia, El alcalde de Porto telegrafió al ministro del Interior, en sesión de hoy, el yuntamiento que presido, valorando debidamente el decreto de auxilio a los pobres en invierno, decide felicitar a Su Excelencia por una iniciativa de tan singular belleza, y otras, Pilones, llenos de heces de ganado, brotes Viruela en Lebução y Fatela, hay gripe en Portalegre y tifus en Valbom, murió de viruela una muchacha de dieciséis años, florecilla campestre, lirio temprano cortado cruelmente por la muerte, Tengo una perra fox, no pura, que tuvo ya dos camadas y las dos veces fue sorprendida intentando comerse las crías, no escapó ninguna, dígame, señor redactor, lo que debo hacer, El canibalismo de las perras, querido lector y consultante, se debe en general a una alimentación deficiente durante la gestación, con insuficiencia de carne, se les debe dar comida en abundancia, con carne como base, pero que no falte la leche, el pan y las legumbres, en fin, una alimentación completa, si incluso así no pierde la manía, es que no tiene cura, mátela o no permita que sea cubierta, que aguante el celo, o mande esterilizarla. Ahora, imaginemos que las mujeres defectuosamente alimentadas durante su gravidez, que es lo más común, sin carne, sin leche, sólo con pan y coles, se pusieran también a devorar a los hijos, pero, visto que tal cosa no ocurre, según se puede comprobar, resulta fácil distinguir las personas de los animales, este comentario no es un añadido del redactor, ni de Ricardo Reis, que está pensando en otra cosa, en qué nombre adecuado se le podría poner a esta perra, no la llamaría Diana o Recordada, y qué tendrá que ver el nombre con un crimen o con los motivos del crimen, si el nefando animal va a morir de un bollo envenenado o de un disparo de escopeta por mano de su dueño, Ricardo Reis se obstina en seguir pensando, y halla al fin un apelativo adecuado, uno que viene de Ugolino della Gherardesca, canibalísimo conde macho que se comió a sus hijos y a los nietos, y de ello habla, con la debida garantía, la Historia de Güelfos y Gibelinos, capítulo respectivo, y también la Divina Comedia, canto trigésimo tercero del Infierno, se llamará, pues, Ugolina, la madre que devora a sus propios hijos, tan desnaturalizada que no se le mueven las entrañas a la piedad cuando con sus mismas mandíbulas desgarra la blanda y tierna piel de los indefensos cachorros, los destroza, haciendo estallar sus huesos tiernos, y los pobres cachorrillos, gimiendo, mueren sin ver quién los devora, la madre que los parió, Ugolina no me mates que soy tu hijo.
La hoja que trae tales horrores cae sobre las rodillas de Ricardo Reis, adormecido. Una racha súbita estremece los cristales, cae el agua como un diluvio. Por las calles desiertas de Lisboa anda la perra Ugolina babeando sangre, gruñendo ante las puertas, aullando en plazas y jardines, mordiendo furiosa su propio vientre donde ya está gestándose la próxima camada.
Fragmento extraído de: José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis (Basilio Losada trad.), Madrid, Punto de Lectura, 2007. pp. 29-35.
***
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta. Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa.
Fragmento extraído de: José Saramago, Ensayo sobre la ceguera (Basilio Losada, trad.), México, Alfaguara, 1998, pp. 4-5.

http://www.justa.com.mx/?p=24869
Publicado por Nora Alicia Durán Bonilla el junio 19, 2010 a las 4:29pm en Amigos, Poemas, Cuentos y algo más
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