Francesco y el niño interior.
Entrar en contacto
con el niño interior es unirte a tu propia semilla, cuidar de él, con
cariño y atención, es recuperar la dignidad interior y la espontaneidad.
Francesco
se despidió de su maestro y se fue caminando despacio hasta su cuarto
de cristal; se acomodó las alas, las acarició mirando cómo se habían
hecho fuertes y suaves; quiso dormir pero no pudo; sabía que al día
siguiente (todavía no se había acostumbrado a que los días no tenían
división) iba a pasar algo importante. ¿Y si era su último día en el
Cielo y no podía bajar nunca más a ver a su familia?
Sobresaltado,
salió de la habitación, recorrió en silencio los espacios, buscó una
nube y se subió. Iba en busca de alguien que pudiera dar respuesta a su
inquietud y, después de cruzarse con varias almas desconocidas, decidió
volar con sus propias alas a su segundo Cielo y, así, acelerar su
estadía en el primero.
Subió, subió y subió, pero no encontró el segundo Cielo.
"¿Estará
hacia el norte?", pensó y fue planeando con sus alas volando como nunca
y volando libremente como un gran cóndor. Al no encontrarlo, decidió ir
al sur, pero tampoco encontró nada; regresó al primer Cielo, casi
avergonzado por no haber aprendido a saber esperar los tiempos de Dios.
El aire estaba más fresco y los olores tenían un aroma mucho más
especial que otros días.
Se sentó en una nube y lloró. Sus lágrimas no lo dejaban ver a la persona que tenía delante, si bien podía sentir su presencia.
—Hola, Francesco —dijo la vocecita.
Francesco levantó la vista y quedó anonadado. ¿Qué era lo que estaba viendo? A esta altura, creía que nada lo podía inquietar.
Ahí
estaba de pie, flaco, luminoso, cara rosada, boca sonriente, mirada
tierna, ojitos picaros, ahí estaba parado él, sí, él con su infancia.
Los
dos se miraron, transmitiéndose amor y más amor; sus miradas hablaron,
sus manos se estrecharon, y se abrazaron con ternura, protección y amor.
Sus alas se entrelazaban como queriendo enredarse entre sí, y un rayo los iluminó, atravesando sus corazones.
La
emoción de Francesco era inmensa y el Francesco pequeño no dejaba de
mostrar su asombro. ¡La sensación era plena, estaban juntos nuevamente!
Las
palabras no hacían falta en este encuentro; cada uno sabía cuánto se
querían, cuánto se habían buscado, cuánto se habían necesitado.
Ambos sabían que se admiraban mutuamente, que cada uno había hecho lo mejor para que el otro fuera feliz.
Ese
niño interior, con el cual se encontró Francesco, había venido para
llenarle el alma, para llevarse los recuerdos que no le servían, para
sacarle las penas de su niñez solitaria.
Su niño había venido
para afianzar su autoestima, para hacer sentir, al Francesco adulto, que
siempre había estado con él viviendo en un rincón de su alma y que,
ahora, debía saber que ellos eran dos: dos para ser fuertes, dos para
sonreír, dos para quererse; aunque externamente se viera una sola
persona, siempre habría dos.
Tu niña o tu niño vive dentro, para
que no pierdas la capacidad de asombro, la inocencia y la espontaneidad
de esa edad; ese niño vive para que no se pierda el pensamiento mágico
de creer en lo que no se ve. Está para sostenerte en la fe, para que
sepas que nunca estuviste solo, que ambos son fuertes y pueden luchar
contra ese mundo interno de dudas y de miedos que habita en cada ser
humano.
Esto es lo que Francesco, chiquito, le quiso transmitir a Francesco, en ese gran abrazo.
Luego el niño desapareció, como desaparecen los espejismos en el desierto.
Sin
quedar desconcertado, pero sí asombrado, Francesco sintió que había
tenido un encuentro muy, muy luminoso. Le costaba salir de su emoción y,
después de reconocer que había querido proteger con ese abrazo a esa
criatura, se dio cuenta que nunca había estado solo.
Se prometió
llamar a su niño interior todas las veces que necesitara decirle
palabras bonitas; era el modo que había encontrado para tener un buen
trato consigo mismo.
Extracto de "Francesco Una vida entre el Cielo y la Tierra de Yohana Garcia"
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