LUZBY BERNAL

miércoles, 13 de junio de 2012

Una vida plena hasta la vejez. Parte I.

Una vida plena hasta la vejez. Parte I.



La persona entra en años; sin embargo, el ser viejo es el acuñamiento de un rasgo de carácter nacido de una forma errónea de pensar y de actuar.

Aceptar la edad significa: no volverse viejo. El volverse viejo comienza con el quejarse mucho de lo penosa que es la vida terrenal.

Ser joven no es sólo una etapa en el ciclo de vida de una persona, sino que es una postura interna que no está sujeta ni a un tiempo ni a una edad determinados. Que la persona sea joven o mayor en años, no es lo decisivo; depende de qué es lo que hace la persona con su vida. Eso es lo que cuenta y lo que revela cuán joven es ella anímicamente.
El desarrollo de la vida terrenal depende de los pensamientos de la persona. Pues, tal como la persona piensa, así será a más tardar en la vejez.
Quien sólo gira en torno a sí mismo, es viejo, no importa cuántos años cuente su vida terrenal.

Quien en la juventud y en la mitad de la vida reflexiona conscientemente sobre valores más elevados en la vida, aspirando también a ellos, en la vejez seguirá siendo dinámico y juvenil.

Un consejo a los jóvenes: ¡No os dejéis llevar!

Quien desee permanecer espiritualmente despierto y activo hasta en la edad avanzada, no debe dejar de aprender, y sobre todo, no tiene que perder de vista la meta de vida que uno se ha propuesto, porque lo que vale es: ¡Adelante, siempre adelante! Así, la meta a la que uno aspira va tomando cada día más forma.
El paso interno decisivo para el desarrollo de nuestra vida terrenal, sea en la juventud, en la mitad de la vida o en la vejez, es el reconocimiento de que toda la vida terrenal es un aprendi-zaje. Quien deja de aprender, no puede madurar espiritualmente.
La vida es para el ser humano y para el alma una constante evolución. Un aprender que desem-boque en una nueva y más alta forma de pensar y de obrar, de más alcance, mantiene vivo al espíritu y joven al cuerpo.

La persona, sea joven o vieja, debería luchar por hacerse consciente de que la vida terrenal sólo es la fase previa hacia una vida más elevada, y que el fallecer sólo es el paso a otra forma de existencia, que a su vez significa vida. El beneficio vital, del que hablan jóvenes y viejos, no reside en las múltiples distracciones de los sentidos, sino en las metas y en los pasos hacia una vida con una ética y moral más elevadas.
Aprender significa obtener claridad en sí mismo en la orientación hacia una meta de vida más elevada, y cumplir luego aquello que uno ha reconocido. Esto aporta seguridad interna, libertad interna, y la fuerza para seguir avanzando.


Vivir conscientemente significa aprender conscientemente a afirmar cada etapa de la vida y sacarle provecho espiritual. Pues la calidad de vida más elevada, que se puede seguir desarro-llando y ampliando cuando uno va entrando en años, no sólo depende de los años, sino de la postura espiritual de la persona. Quien haya dejado de trabajar en sí mismo, tampoco desarro-llará valores éticos y morales, y tampoco dará buenos frutos para aportarlos a la sociedad.

Sólo la vida verdadera, vivida, tiene significado, no así el placer por la vida terrenal.
También la edad madura nos ofrece muchas, muchas posibilidades, sobre todo cuando se va retirando el apremiante afán de subir hacia lo alto en el terreno profesional. Cuando el afán de querer y desear discurre por cauces más tranquilos y la edad exige una mayor tranquilidad de ánimo, más de uno puede descubrir sus aptitudes y disposiciones hasta entonces latentes y desarrollar sus talentos ocultos, para, si lo desea, ponerlos a disposición de sus semejantes.

Vida es Dios. La vida verdadera, vivida, nos resguarda en la vejez de debilidades, de la soledad y del ser viejos.

¡Quitémonos de encima lo viejo! Ahora vale: ¡Adelante, hacia nuevos horizontes! Lo que significa: ¡Demos nueva forma a nuestra vida!

Si conseguimos considerar este cambio en nuestra existencia como una oportunidad para cambiar de perspectiva, seguro que pronto se nos ocurrirán posibilidades de dar a nuestra vida un sentido nuevo y bueno. Buenos propósitos durante mucho tiempo albergados y cuya realiza-ción se veía obstaculizada por las circunstancias, tal vez pueden ser realizados ahora. Si nos lo proponemos seriamente, pronto emergerá esperanza y la confianza en que más de una cosa cambiará para mejor.

Nosotros mismos tenemos en las manos las riendas de nuestra vida y de nuestro destino. ¡Aprovechemos la nueva oportunidad! Merece la pena, no sólo para el aquí y el ahora, no sólo para esta vida terrenal. Muchas cosas pueden aún cambiar –entre otras cosas también podemos cambiar nosotros mismos. Así usted experimentará cuánta alegría y felicidad produce el contri-buir desinteresadamente a la alegría de otras personas.
El contenerse y ser discreto y estar desinteresadamente a favor y por otras personas es una virtud que podría practicarse y perfeccionarse especialmente en la edad avanzada. Tan pronto como la persona de edad lo haya reconocido, esto se convertirá en su postura básica, y así tendrá en sus manos la llave de una vida plena –también en la edad avanzada. Y la vida le «recom-pensará» a su manera: como hemos dicho, adquirirá mucha, mucha vida. Pues el seguir siendo útil a los demás en la edad madura es un ejercicio que da riqueza interna, especialmente a las personas de edad.

Aspiremos a permanecer espiritualmente flexibles. Esto es posible por medio de un aprender consciente, pues cada día nos pone ante nuevas tareas. Quien diga un sí a ellas a partir de la fi-delidad interna hacia la vida, también las superará. Pues Dios es en todo la ayuda, el consejo, la respuesta, la solución, y Él ciertamente sabe conducir a Sus hijos humanos.
El reconocimiento temprano de que sólo somos huéspedes en la Tierra no se contentará con las costumbres antiguas y despreocupadas que se apoderan de muchas personas. Quien sea consciente de ello, siempre tendrá la mirada dirigida hacia el interior, al fondo del alma, donde vive Dios, teniendo la certeza de que Dios es amor, belleza, pureza, justicia; Él es la vida eterna. A partir de esta certeza, la sabiduría, la persona que tenga en cuenta la regla de oro para la vida obtendrá su beneficio para la vida: lo que no quieres que te hagan a ti no se lo hagas tampoco tú a nadie. Dios está siempre dispuesto a atendernos, a cada uno de nosotros, pues somos Sus hijos.

Quien llena su vida terrenal con las reglas para la vida de Jesús, el Cristo, puede decir: la vida es imperecedera. En Cristo soy vida eterna.

En realidad ninguna persona está sola. Dios, el Espíritu de nuestro Padre eterno, está en noso-tros.
Quien es consciente de esto, no es pusilánime; no se entrega a las debilidades de lo humano inferior. Desde la consciencia de la fuerza eterna, del amor y de la sabiduría, exigirá de sí lo más elevado. Esto le capacitará para servir a sus semejantes y a Dios y para llevar a cabo las obras del amor a Dios y al prójimo. La fuerza, el amor y la sabiduría de Dios le asistirán en todas las situaciones de la vida.
Una persona que se atiene a la regla de oro para la vida, tiene en sus manos las llaves de la verdadera vida.

La inmundicia que se ha amontonado como un obstáculo en el camino de nuestra vida, será eli-minada con el arrepentimiento, la purificación, y el no volver a hacer lo mismo, de manera que el Espíritu eterno, que es el amor, nos puede asistir y conducir.
¡Pidamos ayuda a Cristo! Él, que ama a cada uno de nosotros y que con tanto agrado quiere ayu-dar a cada cual, apoyará con toda seguridad nuestros movimientos positivos, así como quiere Dios, y animará las finas sensaciones de nuestra elevada imagen de existencia interna. Sin em-bargo, la decisión de dar el paso y el cambiar lo necesario, reside y está en manos de cada uno, en la persona misma. Cristo nunca intervendrá en nuestro libre albedrío, que es un componente esencial de nuestra herencia eterna.

Hagámonos conscientes de lo siguiente: El miedo a cualquier enfermedad es el camino a la enfermedad. Por eso deberíamos acostumbrarnos a llenar nuestro corazón con la confianza en Dios, el Eterno, y a liberarnos de miedo, de envidia y de pensamientos de odio.

¡Ten valor! Dirígete diariamente –si es posible, varias veces al día–, al infinito Espíritu del amor y de la misericordia en ti. Él conoce tus asuntos. Él conoce tus puntos débiles y los fuertes. Reza y confíate a Él. El eco que llega desde el fondo de tu alma es libertad, alegría, pureza y nobleza de sentimientos. Esa es la repuesta de Dios. El miedo que teníamos hasta ese momento ante lo ve-nidero, a la soledad, a dificultades y problemas, se convierte en acogimiento, que a su vez fluye desde lo más interno, del Eterno, que tiene en Sus manos tu vida; es el Padre de la eternidad.



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