En el centro de Bogotá usted puede almorzar con solo mil pesos
San Victorino es el lugar predilecto para las personas
que sólo disponen de mil pesos para almorzar
Foto: Filiberto Pinzón / EL TIEMPO En medio de trancones, una familia se dedica a vender 'manjares' para los más pobres.
Menú del día: pastas con pollo y salchicha, fríjoles con garra o pollo sudado. Precio: $ 1.000. Dirección: calle 13 con carrera 13, Bogotá. Restaurante: Plazoleta de la mariposa, San Victorino. Bienvenidos.I. Entrada
Desde cualquier punto de la plazoleta se ven pasar buses de Transmilenio a reventar, parejas de 'punketos' que ofrecen amuletos de alambre, una larga fila de emboladores y adolescentes que, de vez en cuando, salen agarradas de la mano de cualquier hombre. También pasan oficinistas, vendedores ambulantes e indigentes. Usted y yo. Para todos, de lunes a domingo, está la opción de almorzar por solo 'un Gaitán'.
-"A mil, a mil, a mil. ¡Combinado a mil!" -pregona Marlon Andrés Mejía, desafiando el ruido de motores y de pitos.
Él, chef de San Victorino -sin gorro, guantes ni delantal-, sirve arroz y fríjoles en un plato hondo de icopor y se lo pasa con una cuchara de plástico al cliente. "Sírvame más, parcero", dice el comensal, y Marlon Andrés, generoso, pone más fríjol. La policía pasa a su lado y lo obliga a mover su puesto de comida -un carro de mercado que lleva tres ollas envueltas en bolsas plásticas- a otro lado de la plaza. "Así es el trajín todos los días", explica Marlon Andrés y guarda el dinero en el canguro que lleva en su cintura, producto de un cambalache con un hambreado cliente.
Una pareja de ancianos se acerca. "Hoy gasto yo", le dice él a ella.
Un indigente pide pastas y paga con monedas de 100 y 50 pesos. Pasa un trabajador del sector, pide pollo y Marlon Andrés explora el sudado con una cuchara sopera. Saca una presa y se cuela una papa envuelta en un mechón de cabello. El cliente se da cuenta y pide la devolución de su dinero. Marlon Andrés lo hace y, luego de sacar los pelos, le ofrece el mismo plato a otra persona: "Este va por la casa, bacán". Se justifica: "Estamos en la calle; eso es a lo que uno se arriesga... Y, por mil pesos, es una ganga".
Dos olores se agregan al de la comida: el hedor a orina del lugar y el del sudor de Édgar, que ese día ayuda a pasar los platos y a recibir billetes y monedas. El sol de la sabana pega duro en los cachetes colorados que se mueven con cada mordisco, mientras las ollas se vacían. Son las 12 y la venta va bien. Llegan y se van vendedores callejeros que esperan lograr un trueque -fríjoles, por Toy Story 3-, mujeres exigentes, como la que demanda: "quíteme ese pedazo de garra y póngame uno mejor", emboladores cansados, amigos del pasado de Andrés, de cuando fue a parar a la cárcel. "Por ponerme de ladrón", cuenta. Pasan policías, que no comen: su trabajo es mover a los vendedores para evitar la invasión del espacio público. "Pero se mueren de las ganas -dice Marlon Andrés-, y por lo menos dejan trabajar".
II. Plato fuerte
La preparación empieza en el barrio Quiroga -sur de Bogotá-, donde viven Marlon Andrés y Elizabeth, su esposa, con sus tres niños, en un cuarto arrendado. Desde las 5 a.m., pelan papas, ponen fríjoles en agua, pican tomate y cebolla y alistan trastos. Los chicos, de 9 y 10 años, se ponen el uniforme y se despiden. Valeria, de 6 meses, llora un rato y vuelve a soñar. A las 7 de la mañana están listas las ollas con los alimentos crudos y montadas en el carrito de mercado, tapadas con bolsas plásticas, el fresco de mora -a 300 pesos el vaso-, dos cuchillos, ají, sal, arroz, la pañalera de Valeria, su coche, gorras... ¿Algo más? La plata.
Próxima parada: Estación calle 19. Tomar el Transmilenio no es fácil. "Había una vieja mala gente en la taquilla y no nos dejaba subir, pero uno se va pillando los turnos y, cuando nos vamos, hay otra que no pone problema para entrar con el carro y el coche", cuenta Elizabeth. "Por acá no es tan feo -sigue-. Más abajo, en el Bronx, sí que da miedo. Lo que tiene que hacer es mirar arriba y de frente, ¿ya? Como si fuera de acá". Suelta la risa. Una calle adelante, un hombre camina cuadra abajo y, en un pestañeo, aspira hondo el narcótico que lleva en sus manos.
Más adelante, frente a la puerta de un hotelucho, la pequeña Valeria ríe a carcajadas. El sitio se llama Aromas y está en la calle 15 con carrera 16. En uno de sus cuartos -3 por 6 metros, paredes roídas, una ventana, puerta corrediza y techo alto- la pareja se apura a preparar los alimentos: arroz blanco, sudado de pollo, fríjoles y, ese día, "por chicanear", dice Elizabeth, arroz atollado. Las ollas hierven en estufas de gasolina que se bombean a mano y, al tiempo, los cocineros entran y salen al patio de la residencia para recoger agua. Santa Fe, la zona de tolerancia de Bogotá, es desde hace un año el lugar que escogieron para preparar sus platos.
"El administrador nos cobra barato el arriendo del cuarto: 2.000 pesos el día", cuenta Marlon Andrés. Llevan un año en el negocio y, aunque no son muchas las ganancias, les alcanza para lo básico. En un día promedio pueden vender 100 platos; cuando todo sale mejor, la cifra llega a 120. Quitando gastos de mercado, arriendo, gasolina para la estufa, transporte y lo que les dan a sus hijos, les queda una ganancia de 30.000 pesos, a veces menos, a veces más. Su economía se hace al día y lo que necesitan lo gastan.
Cuando se trata del mercado, van a la plaza El porvenir, que es su proveedor. A este lugar del Quiroga, los cocineros van en las tardes a conseguir lo del día siguiente y compran bolsas de verduras que llegan en la mañana, pero que a esas alturas nadie quiere. Cada una cuesta mil pesos y se consigue papa, yuca, plátano, cebollas y hasta alas de pollo, para el otro día. "Tenemos amistades y ellos a veces nos regalan una que otra cosa, y lo que no, nos lo dejan bien barato", explica Elizabeth.
"Nada lo compramos vencido, pues nosotros comemos de lo mismo. ¿Cómo podría uno hacer algo malo para dárselo a la esposa?", aclara Marlon Andrés. A diario, gastan 50.000 pesos en mercado, que incluyen el frutiño, la garra para los fríjoles, 11 libras de arroz, platos, vasos y cubiertos desechables. ¿Por qué tan barato? "Nos hemos caminado todo, uno se hace amigo y cambia cosas, como un almuerzo por otra cosa. Después esa gente hace favores", explica Marlon Andrés.
III. Postre
Entre carpinterías, residencias y tiendas hacen planes: conseguir alimentos más baratos; ofrecer almuerzos a 2.000 pesos para restaurantes; comprar otra cantina y un caucho para la olla a presión; llegar más temprano mañana; echar más sal a los fríjoles, y comprar gaseosa, para variar.
Son las 3:00 p.m. Elizabeth y Marlon Andrés terminan la venta y regresan a Aromas para guardar los corotos. Las ollas llevan poco arroz y algo de pollo. Detrás, apurando el paso, va un hombre con el peso de los años a la espalda. Lleva un saco gastado y el humo de la calle en el rostro. Andrés se detiene y le convida un plato con lo que queda; lo mismo hace con tres indigentes que extienden sus manos. "Para qué nos quedamos con esa comida, si toca botarla. Cuando sobra, se la damos a la gente", dice Elizabeth.
Para comer en esta desigual, aromática y ruidosa ciudad, mil pesos bastan. Andrés y Elizabeth lo saben. Cada día, ponen sus ollas al fuego para calmar un centenar de estómagos ajenos y los propios, porque, como dice ella: "El hambre es cosa brava".
NATALIA NOGUERA
REDACCIÓN CARRUSEL
REDACCIÓN CARRUSEL
EL TIEMPO.COM
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