Augusto Peter Schroeder Soto
UN RASGO DE MI HERMANO EN ESTE MUNDO DE ILUSIÓN.
Au y su pasión por el cine.
Este señor rubio y canoso con sonrisa de picardía, es mi querido hermano Augusto Peter Schroeder Soto [1936.06.17-2012.05.05], quien se interesó desde muy temprana edad por el séptimo arte. A la edad de nueve años ya estaba construyendo proyectores de películas y produciendo sus propios filmes. Para los primeros utilizaba cajas metálicas de galletas, provistas de un bombillo y un lente que le había obsequiado nuestro tío Carlos Emiliano Pablo Schroeder Caicedo [1897-1964], el gran pionero que le puso voz al cine colombiano, y sus filmes consistían en recortes de películas de 35 mm. que le regalaban en los cines. Au, como lo llamábamos cariñosamente entre familia, los convertía en largas tiras de imágenes armadas entre cartoncillos, suponiendo filmes suyos, o sencillamente los limpiaba de su emulsión, y en los celuloides pintaba secuencias de sencillas figuras, que al pasarlas a mano a cierta velocidad por un rústico dispositivo que se había inventado, parecía que se movían al ser proyectadas sobre la blanca sábana que hacía de telón. En esta forma la sala de nuestra casa en Bogotá, a mediados de la década de los 40, se convirtió en el cine del barrio, con una numerosa audiencia de mocosos, con entrada gratis naturalmente, que nos divertíamos de lo lindo con su gran espectáculo. Eran años felices en los que no había televisión, e ir al cine estaba sólo al alcance de los más acomodados. Pero qué le daba si nosotros teníamos nuestro propio Auguste Lumière, o Georges Méliès, y por qué no… Alfred Hitchcock.
Auguste y Louis Lumière
A comienzos de la década de los 50, nuestra familia se instaló en Caracas a razón de un cargo diplomático que atendía nuestro padre. Eran los años de las vacas gordas en Venezuela, cuando absolutamente todo en el emergente mercado caraqueño era “made in USA”. La deliciosa leche que tomábamos por las mañanas, llegaba en las horas de la madrugada directamente de Miami, y qué decir de las maravillosas manzanas, peras, uvas, gaseosas y golosinas provenientes de California. En aquel paraíso comercial encontró Augusto la mina de lo que luego se convertiría en otra de sus grandes pasiones en su vida: la música clásica y todo lo necesario e imaginable para su reproducción, manejo, almacenamiento, y textualmente para devorarla. Mi padre le dio gusto y carta franca en este, su gran capricho y devoción. Au pronto aprendió a seleccionar lo mejor entre tocadiscos, grabadoras de cintas magnetofónicas, amplificadores, ecualizadores, los más sofisticados, fuertes y a la vez sensibles altoparlantes, y claro está… de las grandes galerías empezó de pronto a traer a casa álbumes con discos que los comerciantes se los dejaban llevar para que escogiera tranquilamente lo que más le gustara, y así se familiarizó y apasionó con los más espectaculares y mastodónticos compositores: Richard Wagner, Richard Strauss, Gustav Mahler, y tantos otros. La lista de su discoteca crecía con los días de su permanencia en aquella ciudad de los techos rojos.
Rigoletto
Un día le conté a mi hermano que en Bogotá, en donde yo estudiaba, había asistido a un cine en donde presentaban una película en blanco y negro, de nombre Rigoletto en la que todos sus actores cantaban, y que pese a que el tema era muy triste, su música me había impactado de tal manera que la había visto un par de veces. Al día siguiente Au salió de incursión a sus galerías preferidas en Caracas, y al regresar a casa se apresuró a entregarme un paquete diciéndome:
«…Aquí tiene chino… es para usted… ¡ábralo! …»
Era un paquete grande, plano, cuadrado, pesado y hermosamente empacado, conteniendo la ópera Rigoletto de Giuseppe Verdi, en cuatro impresionantes LP con el libreto en varios idiomas, y lindísimas fotografías. No me acuerdo cuántas miles de veces la escuchamos juntos a todo volumen, porque perdí la cuenta, pero sí recuerdo las anécdotas que me contaba sobre sus complicadas correrías para escoger las mejores grabaciones, tarea complicadísima con la que él se divertía sobremanera. Para él lo válido era lo original, lo estrictamente fidedigno, lo que satisficiera su delicada crítica que ya empezaba a pulir como un diamante. La novena sinfonía de Beethoven llegó a tenerla en no se cuántas versiones, interpretadas por las mejores sinfónicas y dirigida por los más lanzados directores. Au gozaba detectando las finísimas diferencias entre unas y otras.
Invito a disfrutar del fabuloso cuarteto entre el Duca di Mantova (Luciano Pavarotti), su amante Maddalena, Rigoletto y su hija Gilda, en el tercer acto titulado “Bella figlia dell´amore”, de la ópera Rigoletto. Es sólo hacer clic en el botón tricolor.
Para entender su meticulosa preferencia por lo genuino, es sólo recordar que cuando se determinó por convertir sus películas al formato en DVD, lo hizo pensando en la conservación de lo gravado en los celuloides, con la posibilidad de darnos copias a los que quisiéramos, pero para él lo válido y correcto era proyectarlas sobre un telón, realizando paso a paso ese casi religioso procedimiento de su montaje en el proyector, la bobinada de las cintas en los carreteles, y escuchando luego aquel delicado y grato traqueteo producido por todas esas poleas y partes móviles del aparato, incluyendo el susurro del ventilador y el rasgueo producido por el celuloide a su paso por la estrecha antecámara del lente.
Invito a disfrutar del fabuloso cuarteto entre el Duca di Mantova (Luciano Pavarotti), su amante Maddalena, Rigoletto y su hija Gilda, en el tercer acto titulado “Bella figlia dell´amore”, de la ópera Rigoletto. Es sólo hacer clic en el botón tricolor.
Para entender su meticulosa preferencia por lo genuino, es sólo recordar que cuando se determinó por convertir sus películas al formato en DVD, lo hizo pensando en la conservación de lo gravado en los celuloides, con la posibilidad de darnos copias a los que quisiéramos, pero para él lo válido y correcto era proyectarlas sobre un telón, realizando paso a paso ese casi religioso procedimiento de su montaje en el proyector, la bobinada de las cintas en los carreteles, y escuchando luego aquel delicado y grato traqueteo producido por todas esas poleas y partes móviles del aparato, incluyendo el susurro del ventilador y el rasgueo producido por el celuloide a su paso por la estrecha antecámara del lente.
Augusto con su primerísima cámara de 8 mm.
Empezando los estudios de bachillerato, el profesor del curso en que iba Augusto quiso reprenderlo, a razón del desorden que mantenía en su pupitre, en donde guardaba un joto de elementos atornillados entre sí, con cables que le salían por todas partes. Indagándolo severamente el profesor le exigió que le explicase qué era todo aquello. Con la tranquilidad y picardía que adoptaba en situaciones incómodas, Au le contestó que se trataba de una nevera. Confundido el profesor con tan resoluta respuesta y misterioso aparato, no encontró otra salida que preguntarle si “eso” funcionaba, a lo que Au elegantemente le correspondió aclarándole que aún no lo sabía, pero que le dijera no mas en dónde podía enchufarla para comprobarlo.
Augusto con su proyector de 16 mm.
Au me llevaba año y medio, y cuando de adolescentes yo entendía que ya era hora de empezar a interesarnos por lo que serían nuestros oficios en esta vida, él ya lo tenía más que definido: lo suyo era el universo de la energía y la dinámica, embelesado por todo lo que produjera, transportara, transformara y consumiera electricidad. Pero por ello no renunciaba al mundo de las banalidades, de lo que llegaría a mantener su espíritu en eterna juventud.
Cuando cursaba sus estudios de ingeniero electricista en la UIS de Bucaramanga, Augusto ya estaba provisto de una magnífica cámara cinematográfica de 16 mm., que a todas partes llevaba poniendo su lente a todo en lo que ponía su ojo. Sus pocos recursos pecuniarios los destinaba para la adquisición de películas y para atender el elevado coste del revelado de kilométricas secuencias tomadas preferiblemente cuando él personalmente también se movía: en paseos en tren, viajes en bus, recorriendo los predios de la universidad, movilizándose por las calles, plazas y mercados de Bucaramanga y pueblos aledaños, grabando en fiestas, reuniones familiares, conmemoraciones, eventos sobre lo más imaginable, etc., etc., y con esas cintas componía filmes completos con sus títulos y hasta música de fondo. También se aventuró a dirigir y filmar una corta comedia amorosa, con la colaboración de una joven pareja de aficionados, que como él, se hacían ilusiones de hacerse famosos algún día en el séptimo arte.
Augusto filmando con su poderosa cámara de 16 mm.
Ya de ingeniero formado en la electricidad de los poderosos voltajes, se dedicó a producir en Colombia algunos de los sofisticados elementos para su manejo, que antes se importaban, pero por ello nunca llegó a descuidar lo que existía en menor escala, y así no había aparato eléctrico que por viejo o malogrado que estuviera, no quedara otra vez en perfecto funcionamiento luego de pasar por sus manos. Le encantaban los trenes eléctricos que coleccionaba de todas las marcas y tamaños, dándole nueva vida a aquellas pequeñísimas locomotoras que adquiría por algunos pocos pesos en los mercados de cachivaches. Otras de sus grandes gomas eran los primerísimos proyectores y películas mudas, que coleccionaba y le daban inspiración para sus propias producciones.
Nuestro tío Carlos Emiliano Schroeder Caicedo
Mi hermano Augusto Peter, como mi tío Carlos Emiliano, fueron genios multifacéticos en su tiempo y en sus áreas. Augusto fue además un filántropo carismático con el don de la palabra, la perseverancia y la condescendencia. Siempre complaciente con su interlocutor, no sólo lo halagaba en el diálogo, sino que literalmente lo capturaba con su sonrisa ineludiblemente contagiosa que nunca se apagaba. Sus cuentos que llevó al papel son sencillamente reconstituyentes del alma taciturna. Sobre el barrio Girardot y el Teatro Garnica en Bucaramanga, escribió un cuento exquisito. Súmese a todo esto su gran pasión por las cometas, que había heredado de nuestro padre Augusto Pedro Schroeder Caicedo [1903-1964]. Au era conocido como el “Decano de los cometeros”. Construía panderos, boleros, dragones, cometas acrobáticas, osos paracaidistas, etc., de diversos tamaños y fórmulas aerodinámicas en los más lanzados diseños y alegre colorido, con los que participaba en concursos nacionales o que él mismo organizaba. Pasaba horas enteras haciéndolos volar en potreros, parques, playas y plazas en los pueblos, ante una numerosa audiencia que se congregaba en su entorno, no sólo por curiosidad, sino porque él se encargaba de activarla poniendo a unos a mantener claras las largas pitas, a otros a desenredar las colas, o a mantener erguidas las cometas hasta recibir su orden de soltarlas, e inclusive escogía a los más entusiastas como copilotos en sus avanzados vuelos. Au siempre llevaba consigo un número de cometas sencillas que obsequiaba a sus nuevos amigos que siempre hacía, chicos y grandes, quienes a su vez descubrían la gran felicidad y rejuvenecedora ilusión que causa el poner en el cielo aquellos juguetes, junto con sus propias miradas hacia lo infinito. Au se divertía divirtiéndonos.
Elevando cometas en las playas de San Bernardo sobre el mar Caribe.
Augusto Peter Schroeder Soto también podía ser profundo como todo gran pensador, pero no caía en la trampa que pone el pesimismo. Ya posicionados en nuestra tercera edad, o dorada si se quiere, entrando a tratar sobre vicisitudes de la vida en una tertulia entre hermanos, llegó a espetarme las siguientes palabras como haciéndome un reto:
«…Oiga mi doctor… ¡dígame Ud. en dónde meto mi destornillador para arreglar este mundo! …»
¡Dicho y hecho! Sin llegar a emplear la más sencilla de sus herramientas, me había confirmado lo inútil que para él, y toda persona, era ponerse a buscar problemas, cuando siempre se tiene a mano la herramienta, o la fórmula para resolverlos. Augusto se mantuvo siempre un paso delante de lo que nosotros llamamos innovación. Daba la impresión de que cuando los nuevos inventos llegaban a su conocimiento, él en alguna forma ya los había detectado, o sencillamente imaginado. Después de trasladarse hacia donde él mismo elevaba sus cometas, es sólo recordar los gratos momentos que pasamos en su compañía, para ipso facto recobrar el colorido en el triste pasaje en que pudiéramos encontrarnos.
Augusto estudió y se formó como Ingeniero Electricista graduado en 1961 en la Universidad Industrial de Santander. Su agradecimiento y amor por su universidad y la ciudad de Bucaramanga que lo acogió en su seno, fue grande y sincero. Allí regresó al llegarle la edad del reposo, manteniéndose siempre joven de espíritu gracias a aquellos entretenimientos de los que ya hemos hablado. Elevando sus cometas y “cacharriando” con sus aparatos eléctricos, el proyector de cine y su enorme cantidad de películas filmadas desde que era universitario, pasaba tranquilo sus últimos años, cuando de súbito, al procurar ayuda para convertir al formato DVD algunas de sus cintas en celuloide, le aconteció lo mismo por lo que pasaron nuestros antecesores precolombinos: ¡Au fue descubierto!
…y abracadabra, de la noche a la mañana sus películas se convirtieron en un gran tesoro cultural, histórico y sentimental en el corazón de los bumangueses. Lo acontecido lo relata el señor Mario Mantilla Barajas en un excelente y plausible artículo que ha escrito y publicado en Internet en homenaje y memoria de mi hermano, por lo que le felicito y agradezco sobremanera, deseándole éxitos en sus loables proyectos de asignar a una Institución competente, la custodia y divulgación de ese valiosísimo material y legado que Augusto nos dejó para ilustración y recreación de los bumangueses y colombianos en general, o de toda persona que procure, valore y admire la sencillez y la fantasía que idealistas y entusiastas como él, nos han enseñado a detectar y disfrutar de paso por este mundo.
Para entrar al artículo “El cine en Bucaramanga debería estar de luto”, producido por el Sr. Mario Mantilla Barajas, es sólo hacer clic en el botón tricolor.
De todo corazón,
Luis Eduardo Schroeder Soto.
Gotemburgo, Suecia, 2012-08-06.
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