Angeles.
Estoy siempre contigo, te miro, te contemplo, te cuido y te acaricio.
Pídeme lo que quieras con el corazón abierto y yo, simplemente, te complaceré.
TU ÁNGEL.
Fue transcurriendo el día, como tantos otros, pero nadie había ido en busca de Francesco. Entonces se empezó a impacientar; al ver que el tiempo pasaba y se quedaba solo, decidió salir de la habitación de cristal para ir en busca de su amigo Ariel. Pero no lo encontró y tampoco encontró a sus otros maestros; pensó que podía estar pasando algo especial y se dio cuenta de que volvía a apegarse a los afectos, del mismo modo como lo hacía mientras vivía.
Solamente de lejos se escuchaban risas suaves y muy alegres, a la vez; un delicado perfume a miel y almendras inundaba el lugar, las luces del cielo. Francesco se fue acercando hacia el lugar de donde provenían los sonidos, hasta que quedó sorprendido al ver que estaba ante un gran coro de ángeles. Algunos vestían de blanco y otros de rosa; todos tenían una luz muy especial, formaban una ronda, sus alas eran grises, como de escamas, pero aparentaban una textura muy suave.
Sus ojos eran más grandes que los de los humanos, casi todos de color claro; sus cabellos eran claros y rubios. Sonreían y cantaban: sus voces sonaban a tintineos de campanitas, como notas musicales flotando en el aire.
En ese instante, Francesco se preguntó si existían ángeles rubios solamente y por qué no había ángeles negros. Se avergonzó de pensar que quien los creó pudiera tener preferencias.
Mientras Francesco pensaba todo esto, en ráfagas de segundos, se iba acercando al coro, en busca de alguna respuesta.
Estaba intrigado por saber por qué hoy era un día tan tranquilo, dónde estaban sus maestros, dónde estaba su nuevo amigo, Ariel.
El solo hecho de pensar que podía no volver a verlos nunca más, lo entristecía.
Los ángeles tenían la apariencia y la frescura de los adolescentes, aunque no se podía definir su sexo o edad.
Uno de esos Ángeles se le acercó y le dijo, en voz muy baja:
—Francesco, nos hemos vuelto a encontrar después de haberte acompañado allá, abajo, durante toda tu vida. Me merecía este descanso, ¿no te parece?
—No sé bien de qué me hablas. Supongo que me quieres decir que tú has sido mi ángel durante toda mi vida.
—Tú lo has dicho.
—¡Tu voz me suena tan conocida!
—Te parece familiar porque la has escuchado millones de veces; creo que tú la interpretaste como si fuera una voz interior.
Lo que a los ángeles nos interesa es que ustedes, los humanos, nos escuchen. Por supuesto que nos gustaría tener una relación más fluida y más amplia con las personas que nos designan para guiar y cuidar, pero entendemos que allá se vive tan vertiginosamente que apenas se pueden escuchar entre ustedes. Y, a veces, ni siquiera escuchan a su propia familia, así que pecaríamos de soberbios si pretendiéramos que se tomen tiempo para oírnos.
Bueno, después de todo, no nos podemos quejar de nuestro trabajo y, de hecho, lo hacemos con gusto.
—¿Así que fuiste mi ángel? ¿Y cómo fue estar conmigo durante tanto tiempo? ¿Te di trabajo? ¿Te aburriste?
—¿Si me diste trabajo? ¡Sí! Si no fuera porque te había tomado cariño, le habría pedido al jefe un cambio.
Francesco se puso muy serio, casi ofendido, y le respondió:
—¿Qué dices? No robé, no maté, no estafé, nunca dañé a nadie, por lo menos conscientemente. ¡En qué te pude haber dado trabajo?
—Por supuesto que has sido buena persona: tuviste buenos sentimientos, fuiste respetuoso, honesto y generoso. Fueron tus actitudes las que me dieron trabajo.
—¿Qué actitudes?
—Las que te frenaron para vivir como me hubiera gustado que lo hicieras; ser bueno con los demás es genial, pero también era importante que lo fueras contigo mismo.
¿Recuerdas cuando tuviste la fábrica de juguetes, y tu socio te dejó en la calle? Hubiese querido que lucharas, lo enfrentaras, y no que te quedaras con la furia y la impotencia dentro de ti.
—¿Y para qué estuviste a mi lado, si no pudiste ayudarme en ese momento, si no pudiste hablarme como ahora, ni tampoco pudiste hacer un milagro para mí?
—¿Quién te dijo que yo no hago milagros, que no me aparezco y que no hablo? Vaya, vaya, qué escéptico eres, Francesco.
Tú no me has visto porque ni siquiera te ocupaste de averiguar que tenías un ángel; hay muchas personas que nos ven, que nos hablan y hasta juegan con nosotros.
—Recuerdo que, cuando era niño, mi madre nos hacía rezar la oración del ángel de la guarda, esa oración que transmites a tus propios hijos cuando son chiquitos. Esa misma oración que va perdiendo vigencia cuando uno se va haciendo grande.
Te pido perdón de corazón por no haberte tomado mucho en cuenta. Lamento no haberte hecho feliz; quizás ahora podamos ser buenos amigos.
—Francesco, aunque te parezca mentira, siempre fuimos buenos amigos y no me cabe duda de que lo seguiremos siendo.
Tampoco es que no me hayas hecho feliz, yo siempre fui feliz. No te olvides de que soy un ángel, y nada me hace sentir mejor que serlo. Después tendrás otra forma de aprender a comunicarte conmigo.
—¿Y no puedes explicármela ahora, así empiezo a ponerla en práctica?
—No, ahora no la necesitas porque me tienes a tu lado; más adelante te daré las lecciones para que estés cerca de mí.
—Tú sabes mi nombre y yo no sé el tuyo. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es el que tú me elijas. Ya que no lo hiciste antes, aprovecha y búscame uno ahora mismo.
—Bien, te pondré Pancho. ¿Te gusta?
—Suena a nombre de perro, ¿no te parece?
—Si no te gusta, puedo cambiarlo.
—No, déjalo así, suena gracioso y además los perros me encantan.
Largaron una carcajada y Francesco estaba tan conmovido que le brotaron lágrimas de sus ojos.
Pasado un rato, Francesco preguntó si todos los maestros estaban en misa.
—No, claro que no están en misa. Digamos que están en una reunión de fe y amor; es un día muy especial para nosotros, nos llenamos de luz y plenitud. El sólo hecho de estar todos en comunión, con el mismo objetivo de amor y de Fe en acción, nos llena el alma. El ser supremo nos enseña su amor y nosotros se lo enseñamos a ustedes, pero quédate tranquilo; mañana volverás a encontrarlos.
—¿Y tú por qué no estás allí?
—Porque alguien tiene que tranquilizar a los espíritus asustados, que temen perder a sus maestros guía.
—Pancho, querido, seguro que ser ángel debe ser más fácil que ser persona, ¿verdad?
—Nunca fui humano, pero me hubiese gustado serlo; a lo mejor, alguna vez podríamos hacer el cambio.
—Mm… no sé, por las dudas dame tiempo para pensarlo.
Me alegra mucho saber que estás conmigo.
—Yo también me alegro.
Se saludaron, y Francesco se fue a jugar con sus nubes preferidas.
A esta altura ya nada asombraba a Francesco: sentirse bien todos los días, no sufrir, no enojarse… Había vuelto a ser alguien con mucho humor. No había tiempo que lo apurara, ni apremiantes problemas; solamente alguna que otra vez pensaba en su familia y la extrañaba. Recorría mentalmente su vida y sentía que en algunos tramos realmente la había desperdiciado.
Pensó: "Si pudiese haber visto de otra forma las cosas que me fueron sucediendo, me habría sentido feliz. Pero no vale la pena lamentarse; de hecho ya es tarde".
Francesco siguió pensando mientras volvía flotando en la nube. Le había gustado conocer a su ángel; era un ser simpático y muy cálido. No dejaba de preguntarse cómo podría él haber sabido que cada uno tenía su ángel. Se decía con cierta lástima: "después de todo, yo hice lo que creí que era lo mejor para mi vida".
Extracto de "Francesco Una vida entre el Cielo y la Tierra de Yohana Garcia"
Pag. Anterior: Varios/Otros - El parque de los recuerdos.
http://www.trabajadoresdelaluz.com.ar/index.php?ndx=2306
Pag. Siguiente: Varios/Otros - Los miedos.
http://www.trabajadoresdelaluz.com.ar/index.php?ndx=2308
TRABAJADORES DE LA LUZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario