LUZBY BERNAL

sábado, 30 de julio de 2011

Pan y circo

Laura Gil

La lucha contra la impunidad no es un partido de fútbol ni puede tampoco convertirse en una expresión de venganza.

    Cuando el magistrado Fierro anunció la medida de aseguramiento para Andrés Felipe Arias, la sala estalló en aplausos. Esa expresión de júbilo dijo tanto del ex ministro como de nosotros mismos.
    Creo que dos razones fundamentales permiten explicar el festejo. En primer lugar, equivocada o no, permanece en Colombia la percepción de que "la justicia es para los de ruana" y los subordinados pagan por sus jefes. El "carcelazo" de Arias mostró que, afortunadamente, a la justicia no le tiembla la mano para actuar cuando se trata de altos funcionarios. Además, de todas las personas que rodean al ex presidente Uribe, Arias es el aliado más soberbio y más polarizante y, por ello, se ganó la antipatía de una parte del país.
    Aun así, la audiencia del miércoles dio más para la reflexión solemne que para la celebración exagerada y no solo porque la detención de Arias 
fue, al fin y cabo, únicamente de
carácter preventivo.
    El caso de Arias se erige como símbolo de dos tragedias. Se destaca el drama personal de un profesional competente, que tiró por la borda una carrera promisoria. Como Arias, muchos jóvenes al lado de Álvaro Uribe se creyeron por encima de las reglas del Estado y hoy ellos y sus familias están sometidos al escarnio público. Por otro lado, para el país, Agro Ingreso Seguro representó la incapacidad de ese mismo Estado y de una sociedad enceguecida para prevenir, detener y sancionar a tiempo irregularidades y, casi con toda seguridad, conductas punibles.
    Ante esta cortina de fondo, me sorprendió el tono utilizado en las expresiones de alegría registradas en los medios de comunicación y en las redes sociales. No parecían mostrar solo la satisfacción por un avance de la justicia, sino también el regocijo por el mal momento de Arias.
    Siempre me produjeron malestar las demostraciones de alborozo ante la miseria ajena, incluso la de los delincuentes, y, por supuesto, mucho más ante la de aquellos no condenados todavía. La lucha contra la impunidad no es un partido de fútbol ni puede tampoco convertirse en una expresión de venganza.
    Recuerdo que, cuando Miguel Rodríguez Orejuela fue capturado en 1995, el entonces ministro de Defensa, Fernando Botero, fue recibido con manifestaciones carnavalescas, incluyendo papel picado. En mi opinión, nada que tenga que ver con el narcotráfico da para vuvuzelas. Momentos antes de que él y su hermano Gilberto fueran extraditados, los canales de televisión nos mostraron hasta sus pechos descubiertos durante el examen médico, una exhibición inapropiada al mejor estilo Abimael Guzmán.
    Lo mismo pensé cuando fue dado de baja 'Raúl Reyes' y, en algunas ciudades, la gente se volcó a los gritos a la calle. ¿La circulación de las imágenes de ese cuerpo baleado en calzoncillos no nos deshonró como sociedad? Me pregunto si el presidente Obama decidió no publicar las fotos del cadáver de Osama Bin Laden, no solo para evitar reacciones extremas del mundo musulmán, sino también como señal de respeto hacia sus propios gobernados.
    Por supuesto, recibí con agrado el juicio de Arias, la detención de los Rodríguez Orejuela y la baja de 'Raúl Reyes'. Pero, detrás de cada delincuente de cuello blanco en un tribunal, detrás de cada extradición de un narcotraficante, detrás de cada guerrillero abatido, hay algo de nuestra propia desgracia que no amerita liviandades ruidosas.
    Temo que las ganas de vitorear en los juicios públicos, el morbo de ver los cuerpos destrozados de los guerrilleros y el goce de presenciar en detalle la caída de los poderosos contribuyan a que nuestros niños se críen con ansia de sangre y odio en las entrañas. Tiemblo al pensar que corremos el riesgo de convertirnos en esos romanos que solo pedían pan y circo.
EL TIEMPO.COM

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