La macabra industria del más allá...
‘Paga ahora, muérete después’
Tres metros bajo tierra, la vanidad también hace de las suyas
Ricardo Rondón Ch.
"Solo hay tres cosas que cuentan: el amor, la muerte y las moscas" (Augusto Monterroso).
"El peor pecado del hombre es la vanidad", dice Jon Milton (Al Pacino) en ‘El Abogado del Diablo’ (1997), esa cinematográfica moraleja de la vida supérflua, glamurosa y baladí que los dragones del poder manejan a su antojo en las cumbres de cristal de los rascacielos neoyorkinos, rodeados de piernonas rubicundas de tetas siliconadas, envueltas en abrigos de nutria que arrastran cocodrilos ciegos por mascotas.
Esa vanagloria de la insoportable liviandad humana no sólo ha invadido los suntuosos templos de la moda de la Quinta Avenida, las vitrinas de Dior, Ferragamo, Dolce & Gabana, Valentino, Versace y Armani; o los exuberantes palacios tecnológicos atiborrados de desconcertantes jugueticos cibernéticos: I Phone última generación, consolas de video juegos siderales y luciferinos, tabletas digitales, memorias de alta gama, portátiles a granel; y hasta los mismos sex-shops, donde ha quedado corta la imaginación para satisfacer las necesidades urgentes de los adoradores del humo de la carne.
‘Paga ahora...’
Ahora, el demonio arrasador del consumismo no respeta duelos, lutos ni difuntos, y se ha metido sin un ápice de rubor al, para muchos, ‘atractivo, excitante y rentable’ negocio de la muerte con toda la furia del ‘merchandise’ que también cuenta en el portafolio de esos nuevos atletas olímpicos que son los corredores de bolsa.
Porque la muerte, sí, la pálida y burletera esquelética, tiene su propia multinacional en esas erectas e incomensurables torres de aluminio, fibra de vidrio y concreto prensado con hormigón antisísmico, donde ha sentado su imperio, que no es el del más allá sino el de más acá, y que no cesa de multiplicar sus dividendos a costa del inexorable acabóse del hombre y de su último refugio en la tierra húmeda, oscura y macabra.
Si Bill Gates, el ‘Sumo Pontífice’ de Microsoft ganó en el último año 5 mil millones de dólares más que en 2009; y el mexicano Carlos Slim, atribulado por la cantidad de dinero que almacena en sus arcas se compró una mina de oro para sacarle la lengua al diablo, los empresarios de pompas fúnebres de Manhattan y sus alrededores se arrodillan todos los días, veladora en mano, frente al tabernáculo con luces de neón donde está erigida la parca, en señal de agradecimiento por los favores recibidos, por los altísimos costos que demanda un funeral, por la delirante creatividad de la exitosa industria de sarcófagos que venden a diario, a cualquier hora del día y al mejor postor, con el risible ‘promo’ de venta exhibido en sus vidrieras: "paga ahora, muérete después".
Amor y moscas
En su ensayo ‘Cuerpos en movimiento y en reposo’, una conmovedora reflexión sobre la muerte, el poeta norteamericano y empresario de pompas fúnebres Thomas Lynch hace una comparación erotanatológica del féretro y el preservativo:
"Ataúdes y condones vienen bien como emblemas del sexo y la muerte para fines del siglo XX: la manera como llegamos y partimos, el esfuerzo perecedero por detener la putrefacción. En términos prácticos, una misma talla (trátese de condones o ataúdes) serviría para todos, pero existencialmente hablando los separa el vacío que se da entre un ser humano y un ser humano que deja de ser".
Lo dijo hace muchas lunas (y no tan macabras) el escritor Augusto Monterroso: "sólo hay tres cosas que cuentan: el amor, la muerte y las moscas". Y qué acertada su máxima: la mayoría de muertos los arroja el amor, o mejor el desamor, las cuitas y las heridas que deja el amor, la pasión exacerbada, el ego asesino, la codicia de lograr lo inalcanzable, es decir, esa ambición que va de la mano de la vanidad, ese pecado negro del que más se enorgullece el empedernido diablo.
Negocio pulpo
En este orden de ideas y en un punto cruento de nuestro derrotero mundano, pareciera que morirse estuviera de moda. Esto, por el alucinante supermercado de oferta y demanda que se observan en sofisticadas funerarias de Nueva York y de otras cosmópolis del planeta, París, por ejemplo, donde les dio por institucionalizar año tras año el Gran Salón de la Muerte.
Ataúdes que te quedas frío, no por el terror de habitarlos para siempre en complicidad de larvas, maleza y gusanos, sino por la impresionante variedad de modelos y estilos, la mayoría de ellos inspirados en la avalancha iconográfica de nuestros tiempos: marcas de gaseosas, teléfonos celulares, bandas de rock, naves interplanetarias, limusinas o, una lectura ‘al más allá’, recreados con ficciones de ultratumba, desde el milenario Vlad Tepes (el verdadero Drácula), hasta los bellos, apolíneos y tornasolados vampiros de la saga Crepúsculo.
Dicen que María del Rosario Cayetana Paloma Alfonsa Victoria Eugenia Fernanda Teresa Francisca de Paula Lourdes Antonia Josefa Fausta Rita Castor Dorotea Santa Esperanza Fitz-James Stuart y de Silva Falcó y Gurtubay, que es el nombre bautismal de la Duquesa de Alba, próxima a contraer nupcias a los 82 años con un mantenido del poder español, ya adquirió el suyo: un pomposo catafalco fabricado en fino maple canadiense (una de las maderas más costosas del mundo), en forma de chocolate, con moño fuscia, recamado en su interior con sedas y tules de Tailandia. El precio: la bobadita de 80 mil euros, que para la noble dama es como arrancarse una cana de su tupida cabellera de ‘French Poodle’.
Seguramente, esa misma intención tendrá mister Gates cuando llegue a sus manos el catálogo de estos maderos mortuorios y se encuentre con un modelo que hace alusión a sus sofisticados teclados, con cableado y ‘mouse’ incluidos para seguirse conectando desde remotas esferas, una vez haya partido de este valle de lágrimas, no sin antes haber cancelado 140 mil euros, que es el coste del pasaporte al ciberespacio eterno.
Acabo de ver una foto de la agencia EFE donde aparece la actriz gringa Scarlett Johansson, sin una gota de maquillaje, cubierta la testa con una mantilla blanca de algodón que la hace ver como una santa de la postmodernidad, cumpliendo a una visita de solidaridad en los campamentos de refugiados de Nairobi, en el Cuerno Africano, donde millones de habitantes (mujeres, niños y ancianos) de Somalia, Kenia, Etiopía y Yibuti, son víctimas de la sequía, la miseria y la hambruna y, peor aún, de la indiferencia del mundo.
Y es cuando retomo la máxima lapidaria de Monterroso, que es el gran epitafio de esta humanidad indolente: "solo hay tres cosas que cuentan: el amor, la muerte y las moscas", más próximo a nuestra cruda realidad, la muerte y las moscas, esas aladas cortesanas de la fatuidad.
Enviado mail : Gilma
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