
Una bella historia, espero que les sirva ...
¡Cuidado! ¡Casi tocaste ese auto de costado! Me gritó mi padre. "¿Es que no puedes hacer nada bien?"
Esas palabras me dolieron más que un
golpe. Volví mi cabeza hacia el anciano sentado en el asiento junto a
mí, desafiándome a contestarle. Se me hizo un nudo en la garganta, y
aparté los ojos. No estaba preparada por otra pelea.
"Yo vi el auto, papá. Por favor, no me grites cuando manejo."
Mi voz fue medida y firme, que sonaba mucho más calmada de lo que realmente me sentía.
Mi padre me miró furioso, después
volvió su cabeza y se mantuvo callado. En casa lo dejé enfrente del
televisor y fui afuera para componer mis pensamientos. Había oscuras y
pesadas nubes en el cielo, prometiendo una lluvia. Un trueno distante
retumbó como si fuera el eco de mi agitación interna. ¿Qué puedo hacer
con él?
Mi padre había sido leñador en el
estado de Washington y en Oregon. Había disfrutado de vivir al aire
libre y le gustaba medir su fuerza contra el poder de la naturaleza.
Había entrado en agotadoras competiciones de leñadores, y a menudo
ganaba. Los estantes de su casa estaban llenos de trofeos que probaban
su habilidad.
Pero los años pasaron implacables. La
primera vez que no pudo levantar un pesado tronco, hizo una broma sobre
eso; pero luego el mismo día lo vi afuera solo, tratando de levantarlo.
Se volvió irritable cada vez que alguien le hacía bromas sobre estar
envejeciendo, o cuando no podía hacer algo que hacía cuando era joven.
Cuatro días antes de cumplir sesenta y
siete años, tuvo un ataque al corazón. Una ambulancia lo llevó al
hospital mientras el paramédico le hacía resucitación para mantener la
sangre y el oxígeno circulando.
En el hospital, lo llevaron corriendo
al cuarto de operaciones. Tuvo suerte, sobrevivió. Pero algo en el
interior de papá, murió. El gusto por la vida desapareció.
Obstinadamente se negaba a seguir las órdenes del doctor. Las
sugerencias y los ofrecimientos de ayuda eran rechazados con sarcasmo e
insultos. El número de visitantes disminuyó, y finalmente cesaron. Papá
quedó solo.
Mi esposo Dick y yo le pedimos que
venga a vivir con nosotros a nuestra pequeña granja. Esperábamos que el
aire libre y la atmósfera de granja le ayudaran a ajustar su vida.
Una
semana después de venir, ya me arrepentí de la invitación. Nada le
parecía satisfactorio. Criticaba todo lo que yo hacía. Me sentí
frustrada y deprimida. Pronto me di cuenta que estaba desahogando mi
rabia con Dick. Empezamos a discutir y pelear.
Alarmado, Dick buscó al pastor y le
explicó la situación. El pastor nos dió citas de consejería para
nosotros. Al final de cada sesión, él oraba, pidiendo a Dios que calmara
la turbada mente de papá.
Pero los meses pasaban y Dios guardaba silencio. Había que hacer algo y era yo la que lo tenía que hacer.
Al día siguiente me senté con la guía
telefónica y llamé a cada una de las clínicas mentales que había en el
libro. Expliqué mi problema a cada una de las voces llenas de simpatía
que me contestaron. Justo cuando estaba perdiendo la esperanza, una de
esas amables voces de repente exclamó, "¡Recién leí algo que podría
ayudarla! Déjeme ir a buscar el artículo..."
Escuché mientras ella leía. El artículo
describía el sorprendente estudio hecho en una clínica geriátrica.
Todos los ancianos pacientes estaban con tratamiento por depresión
crónica. En todos ellos sus actitudes mejoraron en forma excepcional
cuando se les dio la responsabilidad de cuidar un perro.
Fui a la municipalidad a ver los perros
ofrecidos en adopción. Después que llené un formulario, un oficial
uniformado me llevó a los corrales de los perros. El olor a los
desinfectantes inundó mi nariz cuando entré a las filas de jaulas. Cada
una contenía de cinco a siete perros. Los había de pelo largo, enrulado,
unos negros y otros con manchas que saltaban, tratando de alcanzarme.
Los fui estudiando uno por uno pero los rechacé a todos por distintas
razones, demasiado grande, o demasiado chico, o demasiado pelo, etc.
Cuando llegué al último corral, un perro desde la esquina más alejada se
paró con dificultad, caminó hacia el frente de la jaula y se sentó. Era
un pointer, una de las razas aristócratas del mundo de los perros. Pero
éste era una caricatura de la raza.
Los años habían puesto en su cara y
hocico un poco de gris. Los huesos de sus caderas sobresalían en
triángulos desiguales. Pero fueron sus ojos que atraparon mi atención.
Calmados y límpidos, me observaban fijamente.
Apuntando al perro, pregunté, ¿Qué me
dice de éste? El oficial miró, y sacudió su cabeza, intrigado. "El es un
poco raro. Apareció no se sabe de dónde, y se sentó en el portón del
frente. Lo entramos, pensando que quizá alguien viniera a reclamarlo.
Eso fue hace dos semanas y nadie ha venido. Su tiempo termina mañana".
Hizo un gesto, como que no
se puede hacer nada.
Mientras las palabras entraban a mi mente, me volví al hombre con horror... "¿Quiere decir que lo van a matar?"
"Señora", dijo dulcemente, "Es el reglamento. No hay lugar para todos los perros que nadie reclama."
Miré al pointer otra vez. Sus calmados
ojos marrones esperaban mi decisión. "Lo tomaré", dije. Y manejé hasta
casa con el perro sentado en el asiento delantero a mi lado. Cuando
llegué a casa, toqué la bocina dos veces. Lo estaba ayudando a bajar del
auto cuando papá apareció en el porche del frente... “¡Mira lo que te
traje, papá!” dije entusiasmada.
Papá
miró, y puso una cara de disgusto. “Si yo quisiera un perro lo hubiera
buscado. Y hubiera elegido uno mejor que esta bolsa de huesos. Quédate
con él, yo no lo quiero.” Agitó su brazo despectivamente y empezó a
caminar hacia la casa.
El enojo creció dentro de mí. Me
apretaba los músculos de la garganta y sentía latidos en las sienes.
“¡Es mejor que te acostumbres a él, papá, porque se queda con nosotros!”
Papá me ignoró... “¿Me escuchaste, papá?” Grité. A estas palabras papá
se volvió enojado, con sus manos apretadas a sus costados, con sus ojos
entornados con odio.
Estábamos parados mirándonos fijamente
como duelistas, cuando de repente, el pointer se soltó de mi mano. Fue
cojeando despacio hasta mi padre y se sentó frente a él. Entonces muy
despacio, cuidadosamente, levantó la pata delantera.
La quijada de mi padre tembló mientras
se quedó mirando la pata levantada. La confusión reemplazó la ira de sus
ojos. El pointer esperaba pacientemente. De pronto, papá estaba
arrodillado, abrazando el animal.
Fue el principio de una cálida e íntima amistad. Papá lo llamó
Cheyenne. Juntos, él y Cheyenne exploraron el vecindario. Pasaron largas
horas caminando por polvorientos caminos. Iban a las orillas de los
rápidos ríos, a pescar sabrosas truchas, pasando largos momentos de
reflexión. Incluso comenzaron a ir juntos a la iglesia los domingos, mi
padre sentado en un banco y Cheyenne echado silencioso a sus pies.
Papá
y Cheyenne fueron inseparables a través de los tres años siguientes. La
amargura de mi padre se desvaneció, y él y Cheyenne hicieron muchos
amigos.
Entonces, una noche, muy tarde, me
extrañó sentir la fría nariz de Cheyenne revolviendo nuestras frazadas.
Nunca antes había entrado a nuestro dormitorio en la noche. Desperté a
Dick, me puse el salto de cama y corrí al cuarto de mi padre. Papá
estaba en su cama, con una faz serena. Pero su espíritu se había ido
silenciosamente en algún momento durante la noche.
Dos días más tarde, mi dolor se hizo
todavía más profundo cuando descubrí a Cheyenne tendido muerto junto a
la cama de papá. Envolví su cuerpo en la alfombra sobre la cual siempre
había dormido. Mientras Dick y yo lo enterrábamos cerca de su lugar
favorito de pesca, le agradecí silenciosamente por la ayuda que me había
dado para devolver a mi padre la paz y tranquilidad.
La mañana de funeral de papá amaneció
nublada y sombría. Este día se ve de la misma manera que yo me siento,
pensé, mientras caminaba hacia la línea de bancos de la iglesia
reservados por familia. Estaba sorprendida de ver la cantidad de amigos
que papá y Cheyenne habían hecho, que llenaban la iglesia. El pastor
comenzó su elogio del difunto. Fue un tributo para papá y para el perro
que había cambiado su vida.
Entonces el pastor citó Hebreos 13:2.
“No dejes de dar hospitalidad a forasteros, porque haciéndolo, algunos
han recibido ángeles sin saberlo.” “Muchas veces he agradecido a Dios
por haberme enviado un ángel,” dijo.
Entonces me di cuenta, y el pasado cayó
todo en su lugar, completando un rompecabezas que no había visto antes:
aquella amable y simpática voz que me leyó aquel artículo sobre el
estudio en la clínica geriátrica. La inesperada aparición de Cheyenne
en el lugar de los perros para adopción. Su calmada aceptación y
completa devoción a mi padre y la proximidad de sus muertes. Y de
repente, comprendí. Me di cuenta que, ciertamente, Dios había
contestado mis plegarias en busca de su ayuda.
La vida es muy corta para hacerse dramas por cosas sin importancia, así que:
RIE CON FUERZA, AMA CON SINCERIDAD Y
PERDONA RAPIDAMENTE. VIVE MIENTRAS ESTES VIVO. PERDONA AHORA A AQUELLOS
QUE TE HACEN LLORAR. QUIEN SABE SI TENDRAS UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD.
Comparte este correo con alguien. Puede que sea de ayuda a alguien que sufre. El tiempo perdido nunca se puede recuperar.
Dios contesta nuestras plegarias a Su manera... no a la nuestra...
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