Contemplar el Evangelio de hoy
Día litúrgico:Miércoles XXXIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 21,12-19):
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os echarán mano y os
perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante
reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis
testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa,
porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán
resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados
por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de
vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no
perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas».
Comentario: Rvdo. D. Manuel COCIÑA Abella (Madrid, España)
«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»
Hoy
ponemos atención en esta sentencia breve e incisiva de nuestro Señor,
que se clava en el alma, y al herirla nos hace pensar: ¿por qué es tan
importante la perseverancia?; ¿por qué Jesús hace depender la salvación
del ejercicio de esta virtud?Porque no es el discípulo más que el Maestro —«seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Lc 21,17)—, y si el Señor fue signo de contradicción, necesariamente lo seremos sus discípulos. El Reino de Dios lo arrebatarán los que se hacen violencia, los que luchan contra los enemigos del alma, los que pelean con bravura esa “bellísima guerra de paz y de amor”, como le gustaba decir a san Josemaría Escrivá, en que consiste la vida cristiana. No hay rosas sin espinas, y no es el camino hacia el Cielo un sendero sin dificultades. De ahí que sin la virtud cardinal de la fortaleza nuestras buenas intenciones terminarían siendo estériles. Y la perseverancia forma parte de la fortaleza. Nos empuja, en concreto, a tener las fuerzas suficientes para sobrellevar con alegría las contradicciones.
La perseverancia en grado sumo se da en la cruz. Por eso la perseverancia confiere libertad al otorgar la posesión de sí mismo mediante el amor. La promesa de Cristo es indefectible: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19), y esto es así porque lo que nos salva es la Cruz. Es la fuerza del amor lo que nos da a cada uno la paciente y gozosa aceptación de la Voluntad de Dios, cuando ésta —como sucede en la Cruz— contraría en un primer momento a nuestra pobre voluntad humana.
Sólo en un primer momento, porque después se libera la desbordante energía de la perseverancia que nos lleva a comprender la difícil ciencia de la cruz. Por eso, la perseverancia engendra paciencia, que va mucho más allá de la simple resignación. Más aún, nada tiene que ver con actitudes estoicas. La paciencia contribuye decisivamente a entender que la Cruz, mucho antes que dolor, es esencialmente amor.
Quien entendió mejor que nadie esta verdad salvadora, nuestra Madre del Cielo, nos ayudará también a nosotros a comprenderla.
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