LUZBY BERNAL

domingo, 22 de abril de 2012

CONFESIONES DE UNA PAISA



 CONFESIONES DE UNA PAISA
 Un día llegó el amor, encontré a un maravilloso caballero y nos enamoramos. Cuando se hizo evidente que nos casaríamos como buena antioqueña hice el sacrificio supremo  y dejé de comer frijoles. Algunas semanas más tarde,  mi auto se estropeó de camino del trabajo a casa. Como vivíamos en las afueras llamé a mi marido y le dije que llegaría tarde porque tenía que ir andando a casa. De camino, pasé por un pequeño restaurante y el olor de una frisolada fue mas fuerte que yo. Con varios kilómetros por delante para caminar, calculé que se me iría cualquier efecto negativo de los fríjoles antes de llegar a casa, por lo que entré y antes de que me diera cuenta, ya me había tragado dos buenas bandejas paisas. De camino a casa me aseguré de liberarme de TODO el gas.
Cuando llegué, mi marido pareció excitado al verme y gritó con gran alegría: ¡" Querida, te tengo una sorpresa para la cena esta noche! " Él entonces me vendó los ojos y me condujo a través de la casa hasta mi silla en la mesa. Tomé asiento y cuando estaba a punto de quitarme la venda de los ojos, el teléfono sonó. Me hizo prometer no tocar la venda hasta que él volviera y se fué a contestar la llamada.
Lo que había engullido todavía me afectaba y la presión se hacía más y más insoportable, tanto que mientras mi maridito estaba fuera, aproveché la oportunidad, me apoyé en una pierna y dejé caer uno. No era ruidoso, pero olía como un camión de fertilizante delante de una fábrica de ácido sulfúrico. Tomé la servilleta  y abaniqué el aire alrededor de mí enérgicamente.
Entonces, cambiando a la otra pierna, dejé escapar otros tres. ¡¡La peste era peor que la col cocinada!!!
Manteniendo mis oídos atentos a la conversación de mi  marido en la otra habitación, continué tirando unos cuantos muy sonoros durante otros pocos minutos.
El placer era indescriptible. Cuando mas tarde la despedida telefónica señaló el final de mi libertad, rápidamente abaniqué el aire unas cuantas veces más con mi servilleta, la coloqué sobre mi regazo y doblé mis manos atrás sintiendome muy aliviada y complacida conmigo misma.
Mi cara debe haber sido la imagen de la inocencia cuando mi marido volvió, pidiendo perdón por tomar tanto tiempo. Él me preguntó si yo había echado una ojeada por debajo del vendaje, y le aseguré que no.
En este punto, él me quitó la venda de los ojos, y doce invitados a la cena sentados alrededor de la mesa, entre ellos mis suegros, cantaron a coro: ¡Cumpleaños Feliz!
¡¡ Y ...me desmayé!!!!

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