LUZBY BERNAL

domingo, 1 de agosto de 2010

TESTIMONIO CIENCIA CRISTIANA


Niño sana de una fractura

Sandra Luzio de Scholz

Una mañana, me llamó la maestra de mi segundo hijo, de 6 años, para decirme que se había caído sobre un brazo y no podía moverlo. Mi marido fue a recogerlo de inmediato y lo trajo a casa. Ni bien me enteré, comencé a orar reconociendo que el niño era el hijo amado de Dios y estaba bajo Su cuidado.

Juntos los tres oramos el Padre Nuestro y cantamos himnos del Himnario de la Ciencia Cristiana. Cuando nos tranquilizamos, seguimos con nuestros quehaceres, orando cada uno para reconocer la realidad de la Creación de Dios. Esos días fueron de mucho acercamiento al Amor divino y de unión entre los miembros de la familia.

Al cabo de tres días el niño no se atrevía a mover el brazo, aunque no se quejaba de dolor. Como yo sentía gran inquietud llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana quien nos brindó apoyo por medio de la oración y me habló con mucha ternura y amor.

En mi afán por mantener tranquila a mi familia, lo llevamos a un enfermero traumatólogo conocido, quien nos acompañó a ver a un médico. Después de tomarle radiografías y enyesarlo, éste indicó que había que intervenirlo quirúrgicamente porque observó un desplazamiento de la fractura. Cuando lo visitamos por segunda vez, le sacó el yeso poniendo el brazo en una valva plástica e insistió en ese diagnóstico. También lo llevamos a un especialista quien nos mostró en un computador que la fractura había aumentado, y nos dijo que una operación realmente no ofrecía ninguna garantía.

Durante estas visitas, mi marido y yo oramos para tener evidencias de la presencia del bien de Dios.

En un momento determinado, sintiéndome desalentada, me volví a Dios con toda humildad para que me mostrara qué debía hacer. Mi marido me leía pasajes de Ciencia y Salud para tranquilizarme. Aquella noche, al acostar a los niños, quise leerles una curación que había visto en el libro Un siglo de curación por la Ciencia Cristiana. Como no la pude encontrar, decidí leer cualquier experiencia que encontrara al abrir el libro. En ese instante recibí la respuesta divina, porque leí: “Cuando Jim, nuestro hijo mayor, contaba con diez años, cayó contra el pavimento… con gran fuerza sobre el codo” (pág. 158). Más abajo decía: “Cuando examinamos el brazo se vio claramente que estaba fracturado”. Al seguir leyendo, vi que la curación se había producido sin la ayuda de cirugía alguna.

Este relato ayudó a que mi temor se disolviera. Empecé a comprender que a pesar de que el accidente parecía muy real a los sentidos físicos, para Dios, ese accidente jamás le había ocurrido a uno de Sus hijos.

Mi alegría fue tan grande que me brotaron lágrimas de agradecimiento. A partir de ese momento no tuvimos ninguna duda de que el brazo recobraría su normalidad. Al día siguiente, llamó su maestra de la Escuela Dominical y se ofreció a orar con nosotros, puesto que en esos días la practicista había tenido que salir de viaje. Decidimos no consultar a otro médico; estábamos listos para confiar plenamente en el Amor divino. Dos semanas después, cuando acudimos a un centro médico para que le quitaran la valva, fuimos seguros, confiados y llenos de gratitud a Dios por Su poderoso cuidado. Al sacarle la valva el médico le pidió que moviera el brazo y quedó muy satisfecho al comprobar que lo movía con tanta flexibilidad como antes. Pidió varias radiografías para convencerse de la curación.

Al cabo de un año ya mi hijo se estaba colgando de ambos brazos como de costumbre. Actualmente, tiene 16 años y hace tres que practica gimnasia artística, lo que le exige sostener todo su cuerpo con ambos brazos, y jamás ha vuelto a tener problemas ni su capacidad de movimiento ha disminuido.

Quiero señalar que el enfermero traumatólogo que mencioné al comienzo, al enterarse de esta curación pidió ver al niño, pues no podía creer que sin haberlo operado pudiera mover tan bien el brazo.

Nuestra vida ha estado llena de demostraciones del poder del amor de Dios, que nos han dado una base firme y segura, de modo que nuestra gratitud a Dios es infinita.

Sandra Luzio de Scholz
Santiago, Chile


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