LUZBY BERNAL

viernes, 6 de agosto de 2010

YUHANNA EL LOCO- KHALIL GIBRAN


Publicado por . IN LAK`ECH JALLALLA
AGOSTO 6 / 2010
CusiHuasi


Durante el verano, Yuhanna salía todas las mañanas a los campos, conduciendo sus bueyes y llevando al hombro el arado, mientras escuchaba los trinos de los pájaros y el mur mullo del viento en las hojas de los árboles. A mediodía se sentaba a orillas del danzante riachuelo que se abría paso entre los verdes prados, y allí comía, dejando siempre los restos de su comida en la hierba, para los pajarillos. Por las tardes, al ocultarse el sol y llevarse la luz del día, volvía a su humilde morada, en las colinas, desde donde podían verse las aldeas del norte del Líbano. Allí, se sentaba a la mesa en compañía de sus ancianos padres, y escuchaba en silencio su conversación, y sus comentarios sobre los acontecimientos diarios, y poco a poco se apoderaba de él un sueño reparador.
Durante el invierno se sentaba junto al fuego de la chimenea y escuchaba los suspiros del viento y el grito de los elenentos, observando cómo una estación del año sucede a la otra. Miraba desde su ventana los valles cubiertos con su manto de nieve, y los árboles desprovistos de hojas, como una multitud de menesterosos abandonados al intenso frío y a los vientos huracanados. En las largas noches invernales permanecía despierto mucho tiempo después de que sus padres se habían retirado á dormir. Y abría un viejo arcón de madera, del que sacaba el libro de los evangelios, para leerlo en secreto al débil resplandor de una lámpara, y de cuando en cuando miraba en dirección de su padre dormido, que le había prohibido leer el santo libro. La prohibición obedecía a que los sacerdotes no permitían a la gente, sencilla e ignorante asomarse a los secretos de las enseñanzas de Jesús. Y si leían el libro, la iglesia los excomulgaba. Así pasaba Yuhanna los días de su maravillosa juventud, entre aquellos campos de maravillosa belleza y el libro de Jesús, lleno de luminosas enseñanzas y de valores espirituales. Siempre que hablaba su padre, Yuhanna permanecía silencioso, escuchándolo con respeto. A veces, se sentaba entre sus compañeros
jóvenes como él, y también permanecía silencioso, mirando por encima de ellos la línea en donde la luz crepuscular tocaba el azul del cielo. Siempre que iba a la iglesia volvía de ella sientiendo tristeza, porque las enseñanzas que se impartían desde el púlpito y desde el altar no eran como las que él leía en los Evangelios. Además, Yuhanna observaba que la vida de los fieles y de los pastores espirituales no era la hermosa vida de la que había hablado Jesús el Nazareno.
Volvió la primavera a los campos y a los prados, y la nieve se fundió. En las cumbres de las montañas quedó todavía un poco de nieve, que después se derritió también y corrió por las laderas convertida en arroyo que serpenteaba por los bajos valles. Pronto los riachuelos se juntaron hasta formar ríos más anchos, cuyos torrentes anunciaban a todos que la Naturaleza había despertado de su sueño. Los manzanos y los nogales florecieron, y los álamos y los sauces adquirieron nuevas hojas; en las alturas surgió la verde hierba y se abrieron las flores. Yuhanna se hastió de su existencia junto a la chimenea; el ganado se inquietaba en el establo, ávido de verdes pastos, pues la provisión de paja y centeno ya casi se había acabado. Así pues, Yuhanna liberó al ganado de su encierro y lo condujo a campo abierto. Llevó su Biblia oculta bajo la capa, parra que nadie la viera, y llegó al prado cercano al extremo del valle, contiguo a los campos de un monasterio que alzaba su negra silueta como una torre entre las cuestas de las colinas. Allí, el ganado se dispersó a pastar. Yuhanna se sentó, apoyando la espalda en una roca, y contempló el valle en toda su belleza, mientras, de tiempo en tiempo, leía el libro que le hablaba del reino de los cielos.
Era un día de fines de cuaresma, en que los aldeanos, que se habían abstenido de comer carne, esperaban con impaciencia la llegada de la Pascua Florida. Pero Yuhanna, como todos los campesinos pobres, no sabía la diferencia que hay entre los días de ayuno y los días de abundancia; para él, toda la existencia era un largo día de ayuno. Su alimento consistía de una hogaza de pan, amasada con el sudor de su frente, y de fruta comprada con el producto de rudo trabajo. Para él, la abstención de la carne y de ricos manjares era algo natural. Y el ayuno no le producía hambre corporal, sino espiritual; le comunicaba la tristeza del Hijo del Hombre y el término de la vida de Jesús en la Tierra.
Los pajarillos revoloteaban. en torno a Yuhanna, llamándose unos a otros, y había bandadas de palomas que volaban sobre su cabeza; las flores se mecían suavemente al compás de la brisa bañándose en los calurosos rayos del sol. Y Yuhanna leía, concentrado en su libro, y de tiempo en tiempo alzaba la cabeza reflexionando en lo que leía: Veía las cúpulas de las iglesias de las aldeas esparcidas por el valle, y oía el tañer de las campanas. Cerró los ojos, y dejó que su espíritu se remontara a través de los siglos hasta la vieja Jerusalén, para seguir las huellas de Jesús por las calles; preguntando a los transeúntes por El.
Imaginó que le respondían: "Aquí, El curó a los ciegos y a los paralíticos. Allí, le hicieron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza. En estas calles El detuvo su paso y habló a la gente en parábolas. En ese sitio lo ataron a un pilar y le escupieron el rostro, y lo flagelaron. -En ese jardín le perdonó a la ramera sus, pecados. Allá, El cayó bajo el peso de la cruz."
Pasaron las horas, mientras Yuhanna sufría con la agonía del cuerpo del Hombre-Dios, y se exhaltaba con El en espíritu. Al levantarse Yuhanna, el sol estaba en el cenit. Miró en torno de él, y buscó a sus vacas por todas partes, perplejo ante su desaparición en aquellos pastizales planos. Y al llegar al camino que se interna por los campos como las líneas de la palma de la mano, vio a lo lejos a un hombre vestido de negro, en pie, en medio de los jardines. Apresuró el paso para ir a su encuentro, y al acercarse vio que era uno de los monjes del monasterio. Yuhanna inclinó la cabeza, saludó al monje y le preguntó si había visto a sus becerros en los jardines.
El monje, tratando de ocultar su cólera, miró intensamente a Yuhanna y le contestó en tono áspero:
-Sí, los he visto; allá están; ven conmigo, y los verás. Yuhanna siguió al monje, hasta que llegaron al
monasterio, allí, vio a sus becerros encerrados en un corral, atados con sogas y custodiados por otro monje.
Aquel monje llevaba en la mano una gruesa vara, con la que pegaba a las bestias cada vez que se movían.
Al intentar Yuhanna entrar en el corral para llevarse a sus animales, el monje lo asió de la capa y,
volviendo la cabeza hacia la puerta del monasterio, gritó:
- ¡Aquí está el pastor culpable; lo he capturado!
Al oír aquel grito, los sacerdotes y los monjes acudieron, encabezados por el superior, que se distinguía de sus compañeros por su ropa fe fina tela y sus facciones severas. Rodearon a Yuhanna como soldados que se disputaran el botín. Yuhanna se dirigió al superior y le dijo en tono amable:
-¿Qué he hecho para que me llaméis criminal, y por qué me habéis capturado?
El superior le contestó con voz ríspida:
-Has traído a pastar a ese ganado en tierras del monasterio, y han echado a perder nuestras vides. Nos hemos apoderado de los animales porque el pastor es responsable del daño que ocasione el ganado.
El airado rostro del superior se hizo más severo conforme hablaba. Yuhanna respondió, humilde:
-Padre, son criaturas sin inteligencia, y yo soy un pobre hombre que no posee sino las fuerzas de sus brazos y estás bestias. Permítame que me las lleve, y le prometo no volver nunca por estos prados.
El padre superior dio un paso hacia adelante, alzó la mano señalando hacia el cielo y dijo:
-Dios nos ha colocado en este sitio, y nos ha confiado la custodia de esta tierra, que fue la tierra de su elegido, el profeta Elías. Custodiamos esta tierra de día y de noche, pues es una tierra sagrada; los que se acerquen a ella serán consumidos por el fuego eterno. Si te niegas a dar cuenta de tus actos ante el monasterio, el pasto se convertirá en veneno en las entrañas de tus bestias. Y no habrá escapatoria para ti, pues retendremos las bestias en nuestro corral, hasta que hayas pagado los daños.
Ya se marchaba el superior cuando Yuhanna le detuvo, y le dijo con voz suplicante:
-Le ruego, mi señor, por aquellos sagrados días en que Jesús sufrió por nosotros y María lloró de dolor, que me deje irme con mis bestias. No se ensañe conmigo; yo soy un hom bre pobre, y el monasterio es rico y poderoso. Seguramente me perdonará mi tontería y tendrá piedad de mi padre.
El superior lo miró con burla y desprecio, y le dijo:
-El monasterio no te perdonará ni el valor de un solo grano, estúpido; no importa que seas rico o pobre. Y no eres nadie para conjurarme en nombre de las cosas sagradas, pues sólo nosotros sabemos los secretos de los sagrados misterios. Para poder llevarte tus animales tendrás que pagar tres denarios por el daño que han causado.
-Padre -dijo Yohanna con voz temblorosa-, no tengo nada; ni una moneda de cobre. Tenga compasión de mí y de nú pobreza.
El superior se acarició la tupida barba y dijo:
-En ese caso, márchate y vende parte de tus tierras, y vuelve con los tres denarios. ¿No es mejor para ti entrar en el reino de los cielos, aunque no poseas ni un pedazo de tierra, que atraerte la ira de Elías con tus testarudos argumentos ante su altar, e ir al infierno, donde todo es fuego eterno? Yuhanna permaneció callado un rato. Luego, sus ojos se iluminaron y en sus facciones se advirtió una gran alegría. Su actitud cambió, de súplica, a la actitud de fuerza y resolución. Cuando
volvió a hablar, en su voz había el conocimiento y la determinación de la juventud:
-¿Deben los pobres vender la tierra con la que ganan el pan diario, para llenar más los cofres del
monasterio donde abundan el oro y la plata? ¿Acaso los pobres deben ser más pobres y morir de
hambre para que el gran Elías perdone los pecados de unas bestias hambrientas?
El superior alzó la cabeza con soberbia y replicó:
-Jesús el Cristo dijo: "A todo aquel que tenga se le dará más, en abundancia; pero a aquel que nada
tenga se le quitará hasta lo poco que tenga."
Al oír Yuhanna estas palabras sintió que su corazón latía más aprisa; sintió que su espíritu ganaba
estatura. Era como si la tierra estuviera creciendo a sus pies. Sacó,de su bolsillo su Biblia; como el
guerrero que desenfunda su espada para defenderse, y exclamó:
- ¡Así os burláis de las enseñanzas de este libro, hipócritas, y usáis lo más sagrado para difundir el
mal! ¡Pobres de vosotros cuando el Hijo del Hombre venga por segunda vez y convierta en ruinas
vuestros monasterios, esparza sus piedras en el valle y queme con fuego vuestros altares y vuestras
imágenes! ¡Caiga sobre vosotros la inocente sangre de Jesús, y las lágrimas de su madre, que os
llevarán a las profundidades del abismo! !Ay de vosotros, que adoráis los ídolos de vuestra codicia y
que ocultáis en vuestros negros hábitos la negrura mayor de vuestras acciones! ¡Ay de vosotros, que
movéis los labios recitando plegarias, mientras vuestros corazones son duros como la roca; que os
inclináis humildemente ante los altares, pero que en vuestras almas os reveláis contra Dios! En vuestra dureza de corazón me habéis traído a este sitio como un transgresor que ha tomado un poco de pasto de la tierra que el sol ha nutrido para todos nosotros. Cuando os ruego en, nombre de Jesús y de los días de su pasión, os burláis de mí como de alguien que no sabe lo que dice. Tomad este libro, y leedlo, y mostradme cuándo Jesús no perdonó. Leed esta divina tragedia y decidme cuándo habló Jesús sin misericordia y sin compasión.
¿Fue en el sermón de la montaña, o en sus enseñanzas en el templo, ante los perseguidores de la
ramera, o en el Gólgota, cuando abrió los brazos en la cruz para abrazar a toda la humanidad? Mirad hacia abajo, todos vosotros, los duros de corazón y contemplad estas pobres aldeas en cuyas moradas los enfermos agonizan en lechos de dolor; mirad esas prisiones en que los desventurados ven pasar los días con desesperación; observad esas ricas puertas a las que acuden los mendigos; ved esos caminos en los que duerme el forastero pobre, y ved en esos cementerios cómo lloran la viuda y el huérfano.
En cambio, vosotros vivís aquí en la ociosidad y en la molicie, gozando del fruto de la tierra y de las
uvas de la viña. Nunca visitáis a los enfermos ni a los presos; jamás ofrecéis alimento a quien tiene
hambre, ni dais refugio al forastero, ni consoláis a los que sufren. Y no os contentáis con lo que tenéis y habéis robado a nuestros antepasados; extendéis las manos como la serpiente venenosa extiende la cabeza para robar a la viuda el trabajo de sus manos, y al campesino, sus ahorros para la ancianidad.
Yuhanna dejó de hablar para tomar aliento, y luego prosiguió, con la cabeza erguida
orgullosamente, pero dijo en tono sereno:
-Vosotros sois muchos, y estoy solo. Haced conmigo lo que gustéis. La oveja puede ser presa de los lobos en la oscuridad de la noche, pero su sangre manchará las piedras del valle hasta que llegue la aurora y salga el sol.
Así habló Yuhanna, y en su voz había una fuerza de inspiración; una fuerza que mantenía inmóviles
a los monjes y les causaba creciente ira. Los monjes temblaron de rabia y rechinaron los dientes como leones hambrientos, esperando una señal del jefe para caer sobre el joven y destrozarlo.
Permanecieron callados hasta que Yuhanna dejó de hablar, y quedó en silencio, como la calma
después de una tempestad que ha destrozado las ramas más altas de los árboles y las más fuertes
plantas. Luego, el superior gritó, lleno de ira:
- ¡Apodérense de ese miserable pecador; quítenle el libro y húndanlo en una oscura celda; los que
maldicen a los elegidos de Dios no tendrán perdón, ni aquí ni en el otro mundo!
Los monjes se avalanzaron sobre Yuhanna como el león sobre su presa; le ataron los brazos y se lo
llevaron a una pequeña celda, y antes de echar cerrojo a la puerta magullaron su cuerpo con golpes y puntapiés.
Y en aquel oscuro sitio yació Yuhanna, el vencedor, a quien una ingrata fortuna había hecho cautivo de sus enemigos. Por una estrecha hendidura de la pared miró el valle, que reposaba a la luz del sol. Su rostro se iluminó y su espíritu sintió el abrazo de una resignación divina; se apoderó de él una dulce tranquilidad.
La reducida celda mantenía en prisión su cuerpo, pero su espíritu se sentía libre, y vagaba con la brisa entre los prados y las ruinas. Las manos de los monjes habían lastimado sus miembros, pero no habían tocado sus más profundos sentimientos; y en ellos sentíase en paz y seguro, en compañía de Jesús de Nazareth. La persecución no hace daño al justo, ni la opresión destruye a quien está del lado de la verdad. Sócrates bebió la cicuta sonriendo; Pablo se regocijó cuando lo apedrearon. Sólo nos daña oponernos a la oculta conciencia, pues cuando la traicionamos, nos hiere.
Los padres de Yuhanna se enteraron de lo que había ocurrido a su único hijo. La madre acudió al
monasterio caminando con ayuda del bastón, y se arrojó a los pies del padre superior. Lloró y le besó las manos e imploró perdón para su hijo y su ignorancia. El padre Prior alzó los ojos al cielo como quien está más allá de las cosas de este mundo, y le dijo a la mujer:
-Podemos perdonar el atolondramiento de tu hijo y ser tolerarites con su tontería, pero- el monasterio tiene derechos sagrados que deben respetarse. Nosotros, en nuestra humil dad, perdonamos a los ofensores de los hombres, pero el gran Elías no perdona a quienes profanan sus viñedos y a los que llevan a pastar las bestias en su sagrada tierra.
La madre miró al monje mientras le corrían amargas lágrimas por las arrugadas mejillas. Luego, se quitó del cuello un collar de plata, y poniéndolo en la mano del monje, le dijo:
-Padre, lo único que tengo es este collar que mi madre me regaló el día de mi boda. Espero que el
monasterio lo acepte como pago de la culpa de mi único hijo.
El padre superior tomó el collar y lo guardó en su bolsillo, y mientras aquella madre le besaba las manos con gratitud, le dijo:
- ¡Ay de esta generación, que ha interpretado al revés los versículos del libro sagrado y que ha comido uvas amargas! Ve en paz, buena mujer, y ruega al Cielo que cure a tu hijo y le devuelva la razón.
Yuhanna salió de la prisión y caminó lentamente conduciendo su ganado; a su lado iba su madre,
apoyada en un bastón y doblada bajo el peso de los años. Cuando llegaron a la cabaña, el muchacho encerró a las bestias en el establo y se sentó en la ventana, en silencio, contemplando la luz del ocaso. Al poco rato, oyó que su padre le susurraba al oído a su madre:
-Sara, muchas veces te he dicho que nuestro hijo era débil de cabeza, pero nunca estuviste de acuerdo conmigo. Ahora, no me contradigas, porque sus actos han dado razón a mis palabras. Lo que te dijo ahora el padre superior te lo he estado diciendo desde hace años.
Yuhanna se quedó inmóvil, mirando hacia el oeste, donde los rayos del sol poniente coloreaban las
densas masas de nubes.

II

Era el tiempo de la Pascua Florida, y a los días de ayuno sucedieron los días de regocijo. Se había
terminado el nuevo templo, que se alzaba sobre las casas de Besharrí, como el palacio de un príncipe en medio de las humildes moradas de sus súbditos. La gente estaba reunida y esperaba la llegada del obispo, que iría a consagrar el santuario y los altares. Y cuando ya se acercaba la hora de la llegada del prelado, la gente salió de la aldea en procesión, y el dignatario entró con ellos en la aldea en medio de cantos de alabanza de los campesinos y de cánticos solemnes de los sacerdotes, entre música de címbalos y tañer de campanas. Al apearse el obispo de su caballo que llevaba una hermosa silla y brida de plata; salieron a recibirlo los religiosos y los notables de la aldea, que le dieron la bienvenida con solemnes palabras y cantos litúrgicos. Al llegar el obispo a la nueva iglesia lo revistieron con ropas talares bordadas de oro, y le pusieron una corona incrustada de piedras preciosas. Luego le dieron el báculo finamente tallado y lleno de gemas. Recorrió toda la iglesia, cantando en compañía de los demás sacerdotes, mientras en el aire ascendían volutas de rico incienso perfumado, y ardían muchas velas encendidas.
En aquella hora, Yuhanna estaba entre los pastores y campesinos, en un estrado observando el
espectáculo con mirada triste. Suspiraba amargamente al ver, por un lado, ropas de seda y vasos de oro, incensarios y costosas lámparas de plata, y por otro lado veía a los campesinos vestidos
pobremente, que habían acudido de sus pequeñas aldeas a regocijarse con el festival y con la
ceremonia de la consagración. Por un lado, veía a los poderosos vestidos de terciopelo y raso; por el otro, los miserables iban cubiertos de lastimosos harapos. La riqueza y el poder daban lustre a la
religión con los cantos litúrgicos; y los pobres, humildes y debilitados, se regocijaban con los
misterios de la Resurrección. Las plegarias y los susurros que surgían de los corazones rotos flotaban en el éter. Por un lado, los líderes y los notables estaban llenos de vida como los cipreses lozanos. Por otro lado, allí estaban los campesinos, los que se someten, cuya existencia es un barco capitaneado por la Muerte; aquellos cuyo timón está roto por las olas y cuyas velas desgarra el viento; la gente pobre, que se debate entre la angustia del abismo y el terror de la tormenta. Por un lado, la tiranía opresora; por otro, la ciega obediencia. ¿Acaso son parientes una y otra? ¿Acaso es la tiranía un árbol fuerte que sólo crece en tierras bajas? ¿No es acaso la sumisión un campo abandonado en el que sólo crecen espinas?
Estas tristes reflexiones y estos pensamientos torturantes ocupaban el ánimo de Yuhanna. Se
golpeaba el, pecho y se llevaba las manos a la garganta temiendo ahogarse, como si su aliento quisiera escapársele del pecho. Y así permaneció hasta que terminó la ceremonia de la consagración, cuando la gente empezó a dispersarse.
Yuhanna empezó a sentir que un espíritu que flotaba en el aire lo instaba a levantarse y a hablar en
su nombre; en medio de la muchedumbre, un poder desconocido lo impulsaba a predicar ante el cielo y la tierra.
Fue Yuhanna al extremo de la plataforma y., alzando la mirada, hizo con la mano una señal hacia
los cielos. Con voz potente que llamó la atención de los circunstantes, gritó:
-Mira, ¡oh Jesús!, Hombre de Nazareth, que estás sentado en el círculo de luz en las alturas; mira
desde la cúpula azul de los cielos esta tierra cuyos elementos tú llevaste como túnica. Míranos, fiel
campesino, pues las espinas han matado las flores cuyas semillas hiciste germinar con el sudor de tu frente. Mira, oh buen pastor, pues el débil cordero que llevaste en el hombro ha sido despedazado por bestias salvajes. Tu sangre inocente se desperdicia en la tierra, y tus ardientes lágrimas se han secado en los corazones de los hombres. La tibieza de tu aliento se ha esparcido en los vientos del desierto.
Este campo hollado por tus pies se ha convertido en un campo de batalla donde los pies de los
poderosos aplastan las costillas de los desposeídos; donde la mano del opresor ahoga el espíritu del débil. Los perseguidos gritan en la oscuridad, y quienes se sientan en los tronos, en tu nombre, no oyen tales gritos, tampoco oyen los llantos de los afligidos quienes predican tus palabras desde los púlpitos. El cordero que tú enviaste como mensajero del Señor de la vida se ha vuelto una bestia de rapiña que hace pedazos al cordero que tú llevaste en brazos. El mundo de la vida que tú trajiste desde el corazón de Dios está oculto en las páginas de los libros, y en vez de la vida hay un clamor de miedo y miseria en todos los corazones. Esta gente, oh Jesús, ha erigido templos y tabernáculos a la gloria de tu nombre, y los ha adornado con preciosas sedas y oro fundido. Para ello, han dejado desnudos a los pobres, tus elegidos, en las frías calles; sin embargo, los sacerdotes queman incienso y encienden velas. Les han robado el pan a los que creen en tu divinidad. Y mientras el aire forma eco a sus salmos y a sus himnos, los sacerdotes no oyen el clamor del huérfano ni las lamentaciones de la viuda. Por tanto, ven por segunda vez, oh Jesús, y arroja del templo a los que comercian con la religión, pues han hecho de ella un asqueroso nido de víboras lleno de veneno. Ven, y amonesta a estos césares que han robado a los pobres lo que es de Dios. Contempla la viña que plantó tu mano derecha. Los gusanos han devorado sus tiernas ramas y sus uvas son pisoteadas, sin provecho alguno. Considera a todos aquellos a quienes trajiste la paz, y ve cómo están divididos, y cómo pelean entre sí, y las víctimas de sus guerras somos las almas turbadas y los corazones oprimidos. En los días de fiesta y en las celebraciones religiosas,
los sacerdotes alzan la voz deseando gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra y alegría a todos los hombres. ¿Es tu Padre celestial glorificado cuando labios corruptos y lenguas mentirosas pronuncian su nombre? ¿Hay paz en la tierra cuando los hijos del sufrimiento aran los campos y ven que sus fuerzas se van debilitando a la luz del sol para llenar las bocas de los poderosos y las entrañas de los tiranos? ¿Hay alegría cuando los desposeídos consideran la muerte como liberación? ¿Qué es la paz, dulce Jesús? ¿Es eso que está en los ojos de los niños hambrientos y en los pechos de hambrientas madres que viven en moradas frías y oscuras? ¿Es lo que está en los cuerpos de los menesterosos, que duermen en lechos de piedra soñando con alimentos que nunca les llegan, pues los sacerdotes los arrojan a los cerdos? ¿Qué es la alegría, oh Jesús? ¿Existe alegría cuando un príncipe puede comprar la fuerza de los hombres y el honor de las mujeres por unas cuantas monedas de plata? ¿Puede existir la alegría en esos callados esclavos de cuerpo y alma cuyos ojos están deslumbrados con las joyas y los anillos y las ropas de seda de los
sacerdotes? ¿Hay regocijo en los gritos de los oprimidos cuando los tiranos caen sobre ellos espada en mano y aplastan los cuerpos de sus mujeres y de sus hijos con los cascos de los caballos, haciendo que la tierra se embriague con la sangre de los pobres? Extiende tu poderosa mano, oh Jesús, y sálvanos, pues la mano del opresor pesa sobre nosotros. O envíanos la muerte, que nos conduzca a la tumba, donde reposaremos en paz hasta tu segunda venida, protegidos por la sombra de tu cruz. Porque en verdad nuestra vida es sólo el reino de la oscuridad, cuyos habitantes son espíritus malignos, y un valle donde las serpientes y los dragones pululan. Nuestras vidas no son sino espadas que en la noche se ocultan en nuestros lechos y que en el día cuelgan sobre nuestras cabezas siempre que el amor a la existencia nos conduce a los campos. Ten piedad de nosotros, oh Jesús, de estas multitudes que se reúnen en tu nombre el día de la Resurrección. Ten compasión de nuestra debilidad y de nuestra humildad.
Así habló Yuhanna mirando al cielo, mientras la gente lo rodeaba. Algunos aprobaron sus palabras y lo elogiaron; otros se enojaron y lo amonestaron.
Un campesino gritó: - ¡Dice la verdad, y nos habla poniendo de testigo al Cielo, pues somos los
oprimidos! Otro, comentó: -Este hombre es un poseído del demonio y nos habla con la lengua de un
espíritu del mal.
Otro más dijo: -Nunca hemos oído tantas tonterías, ni queremos escucharlas.
Y otro más susurró al oído de su vecino: -Al oír su voz, sentí un temblor que estremeció mi corazón, pues este hombre habló con un extraño poder.
Y aquel vecino le contestó: -Así es; pero nuestros pastores religiosos saben más que nosotros de estas cosas; es un error dudar de ellos.
Y mientras los gritos surgían de todas partes y se convertían en un clamor como el de las olas del mar, que se dispersa y se pierde en el éter, apareció un sacerdote que se apoderó de Yuhanna y lo entregó a la policía. Lo condujeron a la residencia del gobernador 'y le hicieron preguntas a las que no contestó, recordando que Jesús había permanecido callado ante sus perseguidores. Así, pues, lo arrojaron en oscura cárcel, y allí durmió aquella noche Yuhanna, apoyando la cabeza en el muro de piedra.
Y a la mañana siguiente, el padre de Yuhanna se presentó ante el gobernador, a dar testimonio de la locura de su hijo. -Señor -dijo el padre de Yuhanna-, a menudo lo he oído balbucear en su soledad y hablar de cosas extrañas que no existen. Noche tras noche ha hablado en el silencio, con palabras extrañas, llamando a las sombras con voz terrible, como los hechiceros cuando formulan encantamientos. Pregunta a los muchachos vecinos que son sus compañeros, pues ellos saben que la mente de mi hijo se sentía atraída por un mundo extraño. Cuando estos muchachos le hablaban, él rara vez les respondía, y cuando hablaba, las palabras de mi hijo eran confusas y nada tenían que ver con su conversación. Pregunten a su madre, pues ella, más que nadie, sabe que el alma de nuestro hijo ha perdido la razón. Muchas veces lo ha visto mirar el horizonte con la mirada perdida, y lo ha oído hablar con pasión de los árboles, de los arroyos y de las flores, y de las estrellas, con lenguaje infantil y confuso. Pregunten a los monjes del monasterio, con los que tuvo una querella el día de ayer, burlándose de las cosas santas y despreciando la santa vida que ellos
llevan. Mi hijo está loco, señor, pero es amable con su madre y conmigo. Nos sostiene en nuestra
ancianidad y provee a nuestras necesidades con el sudor de su frente. Sé misericordioso con él y con nosotros, y perdónale sus locuras en honor de sus padres.
Yuhanna fue puesto en libertad y cundió por todas partes la historia de su locura. Los jóvenes hablaban de él con burla, pero las doncellas lo miraban tristemente y decían:
-Los cielos son responsables de las cosas extrañas en los hombres. Así, en este joven la belleza se une a la locura, y la luz de sus bellos ojos está unida a la oscuridad de su alma enferma.
Entre las colinas y la pradera, cubierto con su vestido de plantas y flores estaba Yuhanna sentado cerca de sus becerros, que habían llegado a aquellos buenos pastizales huyendo de la violencia y de la lucha de los hombres. Yuhanna miraba, con los ojos enturbiados por las lágrimas, las villas y caseríos esparcidos en las cuestas del valle; y exhalando un hondo suspiro, repetía a menudo estas palabras:
-Vosotros sois muchos y yo estoy solo. Decid lo que queráis de mí, y haced conmigo lo que os plazca. La oveja puede ser presa de los lobos en la oscuridad de la noche, pero su sangre manchará las piedras del valle, hasta que llegue la aurora y vuelva a salir el sol.


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